miércoles, 23 de febrero de 2011

F, 24

Me levanto al día siguiente del día después y me acuerdo de que hoy, treinta años y un día hace, me enteré del golpe de Estado estando con los 7 magníficos después de dar clase a unos niños en la calle Tudela, en el bar Bel Din, esquina antigua estación de autobuses. Todavía existe. Los 7, incluyéndome, éramos Marisol Armendáriz, que seguro que en aquella noche incierta bajó caminando a la Chantrea, por la cuesta de Labrit, muerta de miedo; Matías Múgica, que seguro acompañó a Asun Lasaosa a la calle Arrieta antes de subir por Carlos III a Conde Rodezno, tan tranquilo; Fede Bravo, que aquella noche de martes no estaba, pero era, con su madre en la zona humilde de San Juan; Sofía Tros, que estuvo fijo aquella tarde; Ana Torrent, que se vino caminando conmigo por una Avenida del Ejército desierta, vaya nombre de calle para caminar una noche como la de aquel día, ni los Beatles habrían soñado título mejor, para llegar juntos a la Vuelta del Castillo.
Desconozco qué vio Ana al llegar a su casa, Travesía de la Vuelta del Castillo, 1. Yo la dejé en el portal. Su padre era militar. Yo vi al mío, Vuelta del Castillo, 11, pegado a la tele y lo vi amedrentado. Me fui a la cama despreocupado, seguro de que no iba a pasar nada, seguramente fanfarrón de sobra. Por fortuna la fortuna estuvo conmigo y el miedo todavía no se sabe cómo no cundió. No pasó nada, pero pudo pasar de todo.
Me levanto y me encuentro con que treinta años y un día después de aquella noche aparece censurado un artículo mío en el Centro Virtual Cervantes, pero al menos aparece consensuado, en el que me meto con el catolicismo y con el protestantismo y con Buenos Aires, haciendo gala de cierta erudición, a gala uno la tiene, mi Buenos Aires querido.
Me levanto antes que amanezca y me acuerdo de aquella noche de ayer y me acuerdo de la canción de los Clash, “The Magnificent Seven”, que no voy a reproducir aquí, para eso está Internet.
Hay algo extraño en todo el recuerdo: no me acuerdo de mis hermanos, no sé si los tengo, si estuvieron.
Me acuerdo de que en el Bel Din servían unos fritos de pimiento cojonudos. Me acuerdo de que nunca he vuelto a ese bar, quitando una vez que no me quedó más remedio y oí “One Love”, de U2, y me morí de la tristeza.
Me acuerdo del frío seco de aquella noche de febrero, que nada tiene que ver con este amanecer seco de febrero. Y sale el sol de la infancia.
Me acuerdo de que no fue para tanto la cosa.

sábado, 19 de febrero de 2011

Sale y se pone el sol

Una de las cosas que me gustaban de la casa en la que viví años, no sé cuántos, con mi hijo pequeño y con su madre ―pero no era ni de lejos la que más me gustaba, quiero decir la cosa, no la casa, ni menos ella― era que mirando por cualquiera de las cuatro ventanas que daban a la calle no se apreciaba en la manzana de enfrente el menor síntoma de habitación humana. Y en el patio tampoco, salvo el flamear de la ropa tendida los muchos días de mucho viento.
Enfrente había, y hay, un colegio cinematográfico, Secretos del corazón, y cero de señales de vecindario. Es un colegio en cuyo salón de actos de niño vi, por ejemplo, a Steve MacQueen huyendo en moto por los campos de Alemania en La gran evasión. Al final lo ametrallaban, claro, al menos en mi memoria. Pero a diario mirabas aquellas paredes, aquellas ventanas de aquellas aulas, y no había vida ninguna. Lo cual me sentaba bien: después de vivir tres años en una concurridísima plaza de Barcelona me juré que no quería, sin salir siquiera a la ventana, apreciar señales de las vidas ajenas sin quererlo yo, tener la vida ajena metida hasta la cocina de casa a todas horas. Aquella casa de Barcelona era placeloteramente invisible, ruidosa, gélida.


         Aquí en cambio la cosa es un ten con ten (que no es ni de lejos un fu ni fa, no vayamos a joderla): la vida ajena (iba a escribir la viuda ajena, pero en este caso sería propia, siempre y cuando hubiera muerto yo, cosa que tal vez haya ocurrido sin que nadie haya reparado en ella, y menos que nadie yo, y sonara el timbre para volver del recreo y no pudiera yo mover una mano para apagar el despertador) no invade la vida de uno si no quiere uno que tal invasión se produzca, pero palpita en todo momento ahí mismo, los tendederos que se renuevan a ras de calle cada día, las canciones populares tarareadas, las bolsas de plástico volando a la altura del tercero, la vecina que pasa a pedir un cigarro, vecino, abriendo mucho la a y la e, la vida tranquila de barrio humilde, sin ruidos ni histrionismo, con un latido colectivo del que uno, cáspita, va formando parte, quién te lo iba a decir, y que si abres el balcón, ya va siendo hora, se transforma de forma sistólica y diastólica en conversaciones indiscernibles, con inflexiones vocales rarísimas y un contenido que en el fondo no me hace falta conocer para conocerlo del todo.
         In the meantime: entretanto: en el tiempo despreciable: en la mezquindad del tiempo, en la basura de los minutos que se nos escapan de los dedos como el agua que corre y ya no nos moja, espero con fruición la excursión de mañana, a ver cómo ando yo de pulmones y de espalda, a la que me invitan los amigos de aquí al lado, la espero con un punto de ansia, como quien va a subir un 3.000 por primera vez en su vida, y eso que no llegaremos a un 300. Y veo ponerse el sol, a mi espalda, momento que me enoja cada día más, al contrario que su hermano gemelo: he de reconocer que cada día me reconforta más el alba, con ese punto que tiene de amanecer y destello y esperanza, los amaneceres rojos encendidos de mi mar ahí enfrente, que no me pierdo ni un solo día. Al menos ha parado el viento de dar la lata, y con un cigarrillo ―y bufanda cordobesa― se puede mirar tierra dentro, dando la espalda al mar, para ver cómo se está poniendo, por fin, que es como empieza la primera novela de Conrad, La locura de Almayer, cuando la hija le dice a la madre: «Por fin se está poniendo». ¿O le decía más bien «Por fin se ha puesto?».

jueves, 17 de febrero de 2011

Ay, que todo termine


Como este febrerillo va rácano de entradas, hoy taza y media. Me encuentro ésta, que le regalé el 3 de enero a Javi Moro, librero a su pesar, para su blog, para ir poniendo fin a su colaboración en la radio, donde hacía una de esas tareas calladas y amables en su severidad, necesarias en el fango del mundo en que nos movemos. La rescato para este blog apagadillo, como suele ser febrero. Y así seguimos en el universo Beckett, que es el universo a secas.

Que nada es para siempre es una de las cosas que sabemos desde niños, desde que suena el timbre que avisa del final del recreo, y es una de las cosas que nunca terminamos de saber. Esta mañana, mientras pensaba que mi amigo Javi Morote ―librero encomiable, lector empedernido, amigo de pedernal― me pide unas palabras con las que poner remate a su blog de comentarista radiofónico, mientras le oía hablar de una traducción mía sin decir que es mía ―bien hecho: ni falta que hace―, y hablar bien del libro, con la dosis justa de entusiasmo, y mientras me acordaba del libro, La biblioteca de los sueños rotos, me ha salido este párrafo en una traducción que estoy terminando, un libro de Kathleen Rooney que se titulará Desnuda y pronto publicará Turner, y que encontré el verano antepasado en Cambridge, Massachussets, cuando iba de paseo con mi hermana Ana, seguro de que no iba a comprar ni un solo libro, y salí con una docena., aunque éste, firmado, fue el que desatascó el desagüe. La chica en cuestión desgrana sus experiencias de modelo de artista, siempre desnuda, para pintores, dibujantes, fotógrafos, clases, grupos, etc.:

«Desnuda y más o menos anónima, más o menos cosificada, yo había acumulado una curiosa autoridad. Y aun cuando estaba desvestida (teóricamente expuesta, vulnerable) y el fotógrafo seguía vestido (teóricamente dominante, invencible), a menudo me sentía como si fuera yo la que estaba al mando. Pensando de esta manera casi llegué a disfrutar de la situación. A la sazón, fue más que suficiente, y es que todas las cosas ―buenas, malas y regulares, estrafalarias o no― han de terminar.»

Oh all to end, dice Beckett en A vueltas quietas. «Ay, que todo termine», en mi traducción ―que ahora cumple ya once años, ahí es nada―, y quienes me conocen saben que esa coma la llevo en mi haber como una cruz de madera de pino, sin saber aún si tuve o no tuve que ponerla, si la puse sin querer, si quise ponerla, y en mi debe pesa como una cruz de plomo. No queda claro ―pero la anfibología es un arte― si Beckett se alegra de que todo termine y desea que todo termine o si le duele que termine todo.
Ahora termina el año. Para mi amigo Javi termina un tiempo de gozo en el programa de radio en el que ha colaborado semana tras semana, año tras año, con su sufrimiento, movilizando a lectores remolones con sus sabias recomendaciones. Y no termina porque él haya querido, sino porque todo termina alguna vez. Allá quien así lo haya querido, eso es cosa suya.
Lo sabemos desde niños, pero todo fin es más doloroso que el primer parto, que en sí mismo es un fin (el fin de un embarazo, de una vida intrauterina, etc.) «En mi principio está mi fin», dijo Eliot en alguno de los Cuatro cuartetos, creo que es «East Coker». Y eso sí que lo sabemos todos desde niños: lo que hay que meterse en la cabeza es que en mi fin está mi principio.
El programa de Javi, en la SER, matrícula de Navarra, ha sido una gozada de seguir. Está on-line. Es pasado. El futuro empieza ahora, empieza en este día por ejemplo de nubes veloces. Pero nuestra amistad dista mucho de haber concluido. To be continued...

miércoles, 16 de febrero de 2011

Días felices, acaso

El primer rayo de luz, el rayar del alba mirando al mar, la conversión de las tinieblas en claridad, nunca dejará de ser el momento más extraño de la existencia, no por repetido hasta la saciedad (hace mucho tiempo que me acuesto temprano, de modo que madrugo a diario) menos enrarecido. Ya lo dice Winnie en el arranque de Happy Days: «Another heavenly day». No sé yo si será celestial éste que empieza ahora, desde luego.


         Vimos Días felices en Málaga el otro día, interpretada de maravilla por Isabel Ordaz, un montaje memorable, con detalles de luminotecnia y resolución escénica y una actuación realmente felices; no me cabe duda de que Beckett habría estado contento con semejante resultado, aunque seguro que le habría encontrado los mismos defectos que yo al alba, si estuviera aquí. ¿No está aquí? A lo largo de la pieza encontré en los monólogos de Winnie Ordaz dos citas para los amigos que me acompañaban: primero, la de Cimbelino, de Shakespeare, que encima adorna la tumba de Gamel Wolseley en el Cementerio de los Ingleses, en Málaga: No temas ya más el calor del sol, que Brenan le puso a su esposa en la piedra, y que en la pieza de Beckett parecía inserta ex profeso para mi querido profesor, Andrés Arenas. Luego, o antes, algo así como qué feliz soy en medio de mi tristeza, la cita no es textual, que me pareció hecha a propósito para mi querido profesor (soy un alumno perpetuo, no siempre querido) José Fernández, con quien ando apretando las últimas tuercas de Sueño con mujeres que ni fu ni fa, la primera novela de Beckett. Qué curioso: cuarenta años después, en Días felices, se cita él a sí mismo, en una frase tomada de Sueño. Se las expuse cómplice a los dos a la salida.
         El viaje a Málaga, con J. y C., fue un relámpago, pero nos salió a cuenta. Me vine con un cuadro de Emily que ahora adorna mi salón y que me llena de orgullo y de gozo, y hace compañía al pequeñito que tengo en el dormitorio, Company, otra obra de Beckett, lectura predilecta de mi hermano Pedro, por ejemplo; estuvimos desayunando con su padre, acompañándoles un rato a los tres en el dolor de la pérdida; disfrutamos con su sobrina; pude abrazar a su hermano (y admirarme de su integridad) y besar a su cuñada, además de tomar unas copas después del teatro ―el teatro es casi tan oneroso como el cine, pero si se elige bien compensa― con el gran Lucas Martín, que ha dejado de fumar de verdad (le tengo que preguntar de veras cómo). Ahora Emily está en Berlín y la vida sigue y este amanecer tiene tintes de tiniebla perpetua, como si en el fondo se demorase y no quisiera.
         Acaso el día que despunta sea feliz. Triste será seguro, pero ambas cosas caben en el mismo saco.

miércoles, 9 de febrero de 2011

La salud (2)

Los hechos son los siguientes:
- Al poco de llegar a este pueblo, mi vecina me contó que su padre tenía un grave contratiempo de salud y, como se había enterado de que yo era de una ciudad con fama hospitalaria (quiero decir, sanitaria), vecino, por favor, a ver si puedes hacer algo para que lo vean.
- Me cabreó interiormente, y no poco, tener que hacer una gestión para la que no estoy preparado, sino que más bien soy inepto, o he de pedir favor, pero hice de tripas corazón, o de flaqueza virtud, qué sé yo.
- Hablé con mi cuñada, que es hospitalaria y trabaja en sanidad, y les facilitó un desembarco allá en el norte. Se fue la familia en pleno, dos o tres furgonas, todos vestidos de negro. Coexistimos de maravilla, pero son tan gitanos ellos como payo yo.
- Antes, el día en que mi vecina me pidió que hiciera la gestión, todavía no sé cómo me embarcaron para que bajase un par de calles a ver a su padre. Me imagino que andaba yo condescendiente y despistado y deseoso de congraciarme con todo lo que me rodea. Sólo después me di cuenta de que habían pensado que el médico era yo, y me tuve que sentar al lado de su padre, que resultó ser tocayo mío y me pidió que le palpase un tumor que debía de rondar el kilo y medio mínimo. Lo hice.
- Subieron al norte, los atendieron, volvieron contentos, me lo agradecieron. Mientras tanto, empecé a dar una hora de clase de inglés a la semana a los hijos de la vecina, dos chavales mu avispaos, y de alfabetización a la tercera, que va muy lenta (porque no va al cole muchos días), pero que de lerda no tiene un pelo. El pequeño es muy pequeño y se llama como su abuelo y como yo.
- Decidieron que se le operase en un hospital de Madrid, donde todo pintaba de maravilla.
- El domingo pasado subía yo de ver el partido del Barça en la Penya Barcelonista del pueblo cuando me encontré con un velatorio multitudinario, las calles tomadas. Pregunté qué había pasado con la debida discreción. Un señor que estaba muy afectado y solo, en mi calle, me dijo que había muerto «uno de los nuestros». Y el lunes parecía que fuese verano: había venido una multitud ingente, era imposible aparcar en ninguna parte.
- Me impresionó el sentido gregario de esta gente, aunque no todos eran gitanos, que payos había entre los deudos, en el duelo, y no eran pocos.
- Acaban de entrar a verme los vecinos. Antes, había pasado yo a verles para avisarles de que quitasen la furgona, que mañana asfaltan la calle. No me abrieron, pero me preguntan si era yo, y digo sí, y me dicen que «se nos ha ío». Perplejo, pregunto quién. Resulta que mi tocayo se ha quedado en una mesa de un quirófano en un hospital de Madrid. Tenía 56 años. Y muchos nietos. Y el respeto y el afecto de mucha gente. Y yo sin enterarme, pasando un feliz finde con mi hija, cuando tendríamos que haber ido a ese entierro, porque vela teníamos en él.
Las conclusiones son como siguen:
Desde luego, no somos na.
Hay que seguir bregando.
Contad conmigo pa lo que sea.
Y: a cambio de un «gracias, vecino», dicho por Paqui con un pañuelo negro impoluto al cuello, toda vestida de negro, mientras Luis me abraza, no quiero nada. Me quedo con eso.

martes, 8 de febrero de 2011

La salud

Mientras me investigan dónde han aparecido y qué gravedad revisten, y si no es gravedad será peligro, las úlceras que parece que se han reproducido, se me rompe un cordón de los zapatos y no la lengüeta, sino la tira del otro, que también se me rompió en la mano la tapa de la Divina Comedia, traducción de Mitre, ed. de 1897, en una buena demostración de que las cosas no suceden aisladas, sino todas en bloque, lo cual querrá decir que habrá que esperar lo peor, o no, porque eso siempre nos pillará desprevenidos por más que lo esperemos, y mientras tanto voy al médico con el alma en un pañuelo y resuelto a echar la mañana y parte de la tarde, y con buena lectura, que ir al médico es ir a una sala de espera, me digo: pero si tú no tienes alma, o como mucho de cántaro, pañuelo nunca uso, y ya voy pensando que mañana o pasado se romperá el cordón del otro de mis zapatos Made in Argentina, que apenas me he quitado no sé si en seis u ocho años, que así de buenos son, y así costaron, y bien amortizados que están, dicho sea para quienes me riñeron en su día por gastar tanto en zapatos, que a fin de cuentas son como las úlceras, y al final revientan, por buena que sea la pasta de que estén hechos, o se romperá el cántaro de tanto ir a la fuente, que están de pronto verdes estos campos del sur, todo lo verdes que pueden estar, y no es poco, como si el riego hubiera sido intensivo en el último mes, y ayer en Murcia provincia ya había recolectores a troche y moche, recogiendo a saber qué, huertanos, mientras Murcia City (donde siempre me perdía, ya he encontrado el norte: la construyó Abderramán III y aún no lan terminao) sigue siendo un caldero, y ayer los escotes eran de vértigo; luego el médico hará sus pruebas y dirá lo que le pete, y yo tendré que pensármelo, o actuar en consecuencia, al tiempo que aquí no mejora el tiempo, y en esta casita pal verano hace un frío que no veas, y a ella me vuelvo del médico, que es camino Murcia, a recapacitar sobre la ulceración mientras traduzco Ebrio de enfermedad, título provisional, un libro que quise hacer primero a medias con mi hermana, que motivo tiene, luego a medias con una amiga granaína, que por qué no, y que finalmente hago solo, en el que un crítico literario norteamericano desgrana su experiencia de un diagnóstico canceroso ―de próstata― y su experiencia hospitalaria, y todavía era ayer cuando mi hija, que estuvo aquí unos días deliciosos, me preguntaba si no me iba a dar palo, y le dije que al contrario, que iba a ser terapéutico, y lo está siendo, ya sólo falta que vuelva el tiempo bueno por estos pagos, aunque a lo que se ve pues parece que va a tardar.
         Los cordones de los zapatos nunca se rompen de uno en uno. Las úlceras no salen solas. Los sudores nocturnos ―salgo en barco de la cama, hecha piscina― tendrán un porqué, y no seré yo el que lo pregunte. Sólo ha sido la mañana en el médico y total pa na.