jueves, 27 de enero de 2011

Escena cotidiana # 52

La escena la había visto y la habré protagonizado, pero nada como presenciarla en vivo y en directo, por persona interpuesta, para entenderla mejor. Aunque sea a toro pasado.
Por el lado mar y por el sur, negros nubarrones. Por poniente, por el interior, la luz de esta tierra se desprende de nuevo del cielo tacaño cuando cae la tarde, tras muchos días de cerrazón y frío.
En una ferretería, o tienda-pa-tó, entro a comprar unas bombillas. La dependienta, hija de la dueña, y dueña por tanto, me atiende con amabilidad inmensa. Me convence como es su deber para comprar unas de bajo consumo y mayor potencia lumínica, que cuestan una pasta y no me gustan nada, porque dan luz blanca. A la hora de abonar el precio de la mercancía es una niña la que me cobra, de la edad de mi hijo pequeño aprox. He dicho aprox. com, no aprox.es. Está interneteando con el ordenador de caja. La madre, hija de la dueña, repito, la instruye: tienes que poner en el concepto, le indica, bombillas de bajo consumo, 40 ww, 2 unidades. La niña teclea con agilidad En ese momento, desde la calle entra un individuo malencarado y malhumorado que conmina a la niña, sin hablar con su madre, que no le habla, a que termine cuanto antes lo que esté haciendo y salga de una vez. La madre de la niña ni siquiera lo mira. La niña tampoco lo ha mirado.
¿Hice yo alguna vez una cosa así con la niña a la que ahora le escaneo material gráfico para un trabajo de carrera que yo mismo le sugerí, y que le está costando arrobas? No lo recuerdo. (Tampoco recuerdo que nadie haya empleado la palabra arroba en los últimos años en su acepción original, quiero decir aborigen.) Es improbable: es seguro en cambio que viví una escena semejante en la puerta de los boy scouts de su barrio (en la víspera de viajar a California para convertirme, sin saberlo, en un español único en mi especie) o en cualquier otro lugar de contacto ―quiero decir desencuentro― con su señora madre. Mientras le escaneo sus materiales y le hago de zapador documentalista me pregunto, y le pregunto a mi asistenta, que plancha gaditana como si se tirase en plancha, qué mundo es el que estamos construyendo con hijos sobrecuidados, heridos, necesitados, dolidos, enajenados, reticentes ―vaya: cambió el régimen participial, del pasado al presente―, documentados, indocumentados, queridos, querientes ―once again you can dance if you want to, que decía Byrne en la intro de «Crosseyed and Painless» en directo: escuchadle, en Stop Making Sense, de propina, después de «Take Me to the River», donde versionean al fabuloso Al Green―, hijos en todo caso, como nosotros lo fuimos. Y lo somos. Y seremos. Igualitos que ellos, aunque no nos pasen las cosas que a ellos cuando actúan de cajeros en la tienda de la abuela.
Bueno. Malo. Regular. En fin. Al principio. Es decir: rebaño y araño un fondo de mi cabeza (en la peli del directo, Byrne y el otro guitarra hacían una cosa que no se ha hecho nunca: tocaban unos riffs cada uno en la guitarra del otro) y va y aparece la letra de los Heads:

Lost my shape  Trying to act casual!
Can't stop  I might end up in the hospital
I'm changing my shape  I feel like an accident
They're back!  To explain their experience
 
Isn't it weird/Looks too obscure to me
Wasting away/And that was their policy
 
I'm ready to leave  I push the facts in front of me
Facts lost  Facts are never what they seem to be
Nothing there!  No information left of any kind
Lifting my head  Looking for danger signs
 
There was a line/There was a formula
Sharp as a knife/Facts cut a hole in us
 
I'm still waiting... I'm still waiting... I'm still waiting...
I'm still waiting... I'm still waiting... I'm still waiting...
The feeling returns/Whenever we close our eyes
Lifting my head/looking around inside
 
The island of doubt  It's like the taste of medicine
Working by hindsight  Got the message from the oxygen
Making a list  Find the cost of opportunity
Doing it right  Facts are useless in emergencies
 
Facts are simple and facts are straight
Facts are lazy and facts are late
Facts all come with points of view
Facts don't do what I want them to
Facts just twist the truth around
Facts are living turned inside out
Facts are getting the best of them
Facts are nothing on the face of things
Facts don't stain the furniture
Facts go out and slam the door
Facts are written all over your face
Facts continue to change their shape
 
I'm still waiting... I'm still waiting... I'm still waiting...

Voy a bajarme (pagando, claro) el Stop Making Sense. Pero a lo mejor bajo al coche, donde creo que lo tengo. Hay otra versión del mismo tema, veintitantos años anterior, en otro directo casi tan bueno, The Name of This Band Is... Ése sí lo tengo bien comprado en el ordenata. Y ahí hay un tema titulado "Born Under Punches".

martes, 25 de enero de 2011

Sobre la construcción de los puentes, 1 y 2

(No me resisto a reproducir los dos artículos dedicados a una expresión de don Jaime Salinas, o «salinismo», que publicó en El trujamán el cvc.cervantes en marzo de 2005, en dos entregas, por gentileza de Mari Pepa Palomero. Vaya en homenaje a su memoria)

I
Dedica uno la vida entera a un afán, al principio un poco por azar, con el punto diletante y algo superficial del mero aprendiz perpetuo, después con ese sense of purpose que sólo pone en su empeño quien lo disfruta y sabe que comporta su salvación, que viene a ser su condena. Llega un día en que esa vida entera es ya de una anchura y longitud considerables, aguarda el espectro de la vejez a la vuelta de la esquina y ni siquiera el fantasma ha de arredrarle a uno en el cultivo de su huerto, que sigue roturando con un arado ya mellado, pero con manos aún capaces. Una vida entera, a qué engañarnos, es mera gota de agua en el océano del tiempo, pero es océano para la ameba que habita en el plancton.
Indefectiblemente, antes de que llegue el día, tampoco mucho, uno sabe que sabe casi todo lo que se puede saber del campo y del clima. No es gran cosa. Conoce con detalle incluso las piedras que forman los ojos del puente que salva el río con que linda el huerto por el fondo. No es que haya perdido su capacidad de sorpresa, pero hace años que no se asombra. Se asolea. Así, quien cultiva el campo de la lengua, de las lenguas, por azar y con ahínco, rara vez halla novedades cuando pasa de cierta edad; a lo sumo, ahonda en lo que fueron en su día novedades.
Y sin embargo la lengua es infinita. En noviembre, oí de labios de mi hermano una expresión que me gustó y que desconocía: «Ya cruzaremos el puente cuando lleguemos al río». A mi hermano siempre se le ha dado particularmente bien ser correa de transmisión de acuñaciones bastante felices. No es que sea una mina, pero tiene un caudal abundante de expresiones que, nada más oírlas de sus labios juiciosos, uno comienza a emplear sin darse cuenta. A los pocos días, comentando con alguien un acontecimiento no inminente, pero sí previsible para dentro de algunas semanas, le dije: «Ya cruzarás el puente cuando llegues al río, ya lo vadearás aguas arriba si han volado el puente, ya lo salvarás a pie si el río se ha secado y con suerte hasta encontrarás que te han construido un túnel y el río se puede atravesar en tren».
Ahora es enero y dedico una mañana de domingo a seguir leyendo Travesías, las memorias de don Jaime Salinas que abarcan desde 1925 a 1955.1 Está en Baden-Baden, alojado en el hotel Berg, y faltan semanas para que termine la guerra. El paisaje es incierto, un futuro algodonoso, y su deseo es seguir al servicio del AFS como conductor de ambulancias, pero todo hace pensar que su unidad será devuelta a Nueva York, donde quizás pueda apuntarse para partir a China. El escollo lo representa la segura negativa del padre, si bien... «ya cruzaría ese puente cuando llegara a él» (p. 287).
La coincidencia es alentadora, toda vez que las casualidades no existen: no hay nada nuevo bajo el sol, salvo aquello que no ha visto uno todavía, y el reencuentro con la expresión daba a la de mi hermano una autoridad de la que no es que careciera, pero que sí le venía como anillo al dedo. Claro que no termina ahí la cosa: había pasado mes y medio entre el primer registro y el segundo, y solo faltaban siete páginas para que de nuevo compareciera la misma expresión: en p. 293, Salinas se encuentra en la ópera de Amberes con el cónsul de Estados Unidos, quien debe gestionarle los papeles para el regreso. La situación, sin embargo, discurre por derroteros inquietantes. En el descanso, bajan ambos del palco al ambigú y «ante una copa llena de champagne decidí que cruzaría el puente cuando llegara a él».
Disculpará el avisado lector que no le desentrañe del todo el pasaje. Travesías es un magnífico ejemplo de literatura de la memoria, una joya cuyo disfrute prefiero no estropearle a nadie. Bien: ¿quién no ha visto cómo un adjetivo, una locución, un gesto verbal cualquiera se le pegan a quien escribe de tal modo que por más que sacuda la pluma sólo consigue sembrar el texto de repeticiones que restan valor expresivo al hallazgo, sin despegarse nunca de él? El otro día, en la vida de Thomas Browne escrita por Samuel Johnson, una treintena de páginas que figuran como apósito a la traducción española de Pseudodoxia Epidemica, o Sobre errores vulgares (no todos: solo una muestra representativa),2 vi que en seis páginas al traductor se le había caído de la pluma nueve veces un «por ende» bastante enojoso. Por mucho que responda a un thus reiterativo en el original, pero sin valor expresivo, ese uso recurrente termina por ser un grano de arena en el ojo del lector. No es el mismo caso de esta otra recurrencia, aunque ambas obedezcan a un cierto desaliño.
1. Tusquets, 2003.
2. Siruela, 1994. Traducción de Daniel Waissbein. 

II
Dos páginas más allá, cuando Salinas respira tranquilo a sabiendas de que dentro de dos días zarpa en un liberty ship1 con destino a Norfolk, Virginia, en el que tiene plaza asegurada, se muestra preocupado por la segura insistencia paterna de que recale en Puerto Rico y curse sus estudios en la Universidad de Río Piedras, cuando todo su empeño sigue estando en China, y se dice: «...tenía tiempo por delante. Por el momento, el Atlántico se interponía y también cruzaría ese puente cuando no me quedara más remedio» (p. 295).
Se abre entonces un compás de espera preñado de posibilidades; la vida entera despliega sus opciones en todos los continentes del globo ante un jovencísimo Salinas que a sus veinte años ha vuelto de Europa, de la guerra, por segunda vez, aunque en circunstancias harto distintas de la primera, del niño que huyó de Santander a Burdeos, de allí a la casa familiar en Argelia y luego a París y al exilio americano. Cabría suponer que van a multiplicarse los ríos por cruzar, los puentes tendidos o improvisados incluso sobre botes, las avanzadillas de los zapadores, las decisiones por tomar y las que se toman a pesar de uno, y así es, pero la figura no vuelve a aparecer en el texto. O sí: en la página 319, en Nueva York, se encuentra Salinas con un amigo en busca de colegio universitario donde seguir viviendo, y «al decirle yo que no sabía si mi padre podría pagarlo, con una sonrisa pícara me replicó que de momento me olvidara de eso: “We’ll cross that bridge when we get to it”. Me hizo gracia que recurriese a uno de mis dichos favoritos».
Por la frecuencia con que aparece en el libro de Salinas, asociado a un año teñido por la guerra (don Jaime recibe la noticia de la atrocidad de Hiroshima a bordo del barco, en plena travesía del Atlántico: la guerra, que concluye oficialmente con la repetición de la atrocidad en Nagasaki, termina cuando aún no se han cumplimentado los trámites burocráticos para su reingreso en el país del que partió), supuse que la expresión bien podía tener un origen bélico. Al mismo tiempo, notaba en ella dos sabores distintos: tenía un regusto a traducción, a la vez que su carácter sentencioso, la juiciosa resignación del mensaje, la cordura que aconseja no precipitarse, un no sé qué qué sé yo fronterizo de la sabiduría budista, de las enseñanzas del Tao, que me hizo pensar en su más que probable procedencia del acervo popular, que a fin de cuentas el caudal paremiológico de muchas lenguas europeas tiene ráfagas de afinidad o parentesco indudable con el corazón de la filosofía de la vida oriental, ahora mismo no caigo en la cuenta de a quién o dónde he oído decir que China y Japón son a fin de cuentas los dos puntos que más al este quedan de Occidente.
Así las cosas, la acuñación podría estar presente en el corpus shakespeariano, en el Decamerón, en el Libro de Buen Amor o en Miguel de la Montaña. Lo raro no es que yo no me la hubiera encontrado nunca; lo de veras raro es que en un plazo tan breve haya brotado de golpe en tres textos tan disímiles: un acto de habla proferido en un bar de Madrid a comienzos del siglo XXI, unas memorias publicadas en 2003, pero cuya redacción se remonta como mínimo a una década atrás, y el trecho que rememora corresponde a mediados del siglo xx; y, en tercer lugar, digo bien, el diario de un viaje por Escocia realizado en 1773 y publicado doce años más tarde: ojeando hace un rato mi edición del Journal of a Tour to the Hebridees, de James Boswell (Oxford, 1972), el dedo se ha querido parar en la página 317, donde el biógrafo pone en boca del doctor Johnson, su acompañante en dicho viaje, y durante más de media vida, estas palabras: «We shall cross that bridge, my dear friend, as soon as and if we get to the riverbank». Y Boswell se limita a comentar que las palabras de Samuel Johnson le parecieron «quite enigmatic, not being used to hear any sophistry from his judicious lips».2
1. Es de ver que el autor de Travesías antepone una nota que empieza diciendo así: «En la edición de estas Memorias se han respetado algunas idiosincrasias de mi castellano: galicismos, anglicismos o “salinismos”» (p. 11).
2. «Cruzaremos el puente, mi querido amigo, tan pronto como y si es que llegamos a la orilla». (...) «Bastante enigmáticas, por no estar habituado a oír ningún sofisma de sus juiciosos labios».

Don Jaime

A Cata;
a Marta, aunque sea un poco

La muerte cabrona se amontona. La muerte puta se junta. No repuesto de la pérdida de Lynda, viene hoy la noticia de que nos hemos quedado sin don Jaime, que en el fondo llevaba años muriéndose en la Islandia almeriense de su feliz adopción.
         Sobre «the Grim Reaper» seguro que Jorge Manrique tiene una traducción, original e infinitamente mejor que «la muerte puta». Y sobre Manrique mucho sabía  don Jaime, no sólo por su padre.

En los años noventa, a primeros, o lo acompañaba la madre de mis hijos mayores al edificio de Juan Bravo (si viajaba antes de las nueve), o lo acompañaba yo, porque detestaba viajar solo en metro, de Latina a Núñez de Balboa. Luego nos invitaba, por la tarde, a tomar un gintónic (y don Francisco Rico, que fue su amigo, este verano me prometió que introduciría esta voz en el DRAE, fumando o sin fumar) en su casa heredada de la calle don Pedro, que parecía sólo por el nombre (qué techos, qué salones, aun siendo planta baja) un homenajón a su padre, que fue dueño de esa casa antes de tener que marcharse a las Américas. «Qué alegría… vivir sintiéndose vivido. Rendirse / a la gran certidumbre, oscuramente, / de que otro ser, fuera de mí, muy lejos, / me está viviendo. / Que cuando los espejos, los espías, / azogues, almas cortas, aseguran / que estoy aquí, yo, inmóvil, con los ojos cerrados y los labios, / negándome al amor / de la luz, de la flor y de los nombres, / la verdad trasvisible es que camino sin mis pasos, con otros, / allá lejos, y allí / estoy besando flores, luces, hablo.»
Es tópico citar La voz a ti debida, vida, lo sé, hablando ahora de don Jaime. Pero es el poemario de amor más bello que conozco, el que dedicó su padre a su madre. (Lo tenía mi ex entre sus pocos libros.)
En Argel nació, en Islandia se nos muere el gran caballero de la edición. En metro, Marta lo podrá decir mejor que yo, que fue más veces con él de Latina a Núñez de Balboa, era un hombre de a pie. O sea, un gran caballero de la edición. En su casa, gintónic en mano, era un caballero como una catedral. Afable. Llano.
Aquellos últimos años de ejercicio profesional suyo, después de Seix y Alfaguarra (he puesto dos erres, ya lo sé), a los jóvenes y las jóvenes que íbamos con él en metro, también a la vuelta al barrio, mitologías aparte, nos sirvieron de mucho más de lo que ninguna palabra mía podría expresar.
Dediqué, a su autobiografía manca, Travesías, dos o tres trujamanes. Llegué a inventarme una cita de Boswell para explicar una locución suya que mi hermano Juan utilizó mucho, aquella sobre el río y el puente y la hora de cruzarlos.
Nos faltaba islandesamente, pero allí estaba don Jaime. Not anymore. Y en cambio sigue siempre viajando conmigo en la línea verde. De Latina a Núñez de Balboa.

viernes, 21 de enero de 2011

Ventear, aventar. Avenir.

Me levanto de la cama: es un gesto inconsciente. No lo es tanto ponerme unos calcetines, porque hace un frío que cuaja, y el lucero del alba (¿o sigue siendo Venus, si desde donde yace ve cómo Venus nace?) plantado en medio del balcón y bien anaranjado. Con un buen té entro en calor ahora que se está acabando, como mi mal me. Los gitanitos del barrio arrancan sus furgonas. Pensamientos telegramáticos, lenguaje bloguero, no sé yo si te o me. Ahora que los perros callan, denuncia previamente interpuesta, ladran los gallos otra vez. Será que ventean la muerte. Ventear es todo lo contrario de aventar, verbo descubierto de adolescente en Miguel Hernández, antología de Taurus que fue de la tía Concha (¿la conservo aún, con el retrato a tinta del poeta que hizo Buero Vallejo en cubierta, encarcelados los dos en Alicante?). Creo que no. Decía, en «Vientos del pueblo», «me esparcen el corazón y me avientan la garganta».
Más o menos a la misma hora en que moría mi amiga L. la semana pasada, estando yo en Nerja sufría una especie de espasmo intercostal que no se me ha pasado, pero que me parece que remite. 48 horas más tarde, en medio de la humedad del suelo de una bajera de la calle Gaztambide, en Pamplona, a la vez que un transportista se llevaba una treintena de cajas de mi ya descarajada biblioteca, mi ex encontraba ―y no es azar― una carta de mi amiga L., de la que voy a reproducir ―a traducir― un párrafo. Mi ex me copia la carta en un archivo tif que tarda un año en abrirse, y aún no amanece. Me dice: «Supongo que esto es tremendamente emocionante. A mí me ha dejado completamente impactada. Con el movimiento de cosas, cajas, ropas, bolsos y demás ha quedado en el suelo, cerca de la humedad, y el sexto sentido me ha hecho mirar qué era, ya que estábamos con la cabeza en tirar todo lo que pudiésemos. Me he quedado paralizada. He guardado la carta en tu estantería como quien guarda un tesoro que no puede decirle a nadie que ha encontrado. En un principio no te lo iba a decir tan pronto, pero he pensado que es una cosa tuya y mi voluntad no manda. Es su magia, y su luz la que se ha hecho presente, y te pertenece, la que Ella te da, la que está en ti. Disfrútala, Miguel. Todo esto te digo, sin saber lo que dice». (Porque la carta de L. viene en inglés, y mi ex pues no.) Añade que «te la guardo entre tus mejores libros, entre tus tesoros».
Si hay alguien más lista que el hambre, ésa es mi ex. Que además es guapa que no veas. Aunque haya que corregirle las tildes.
En esta madrugada no la voy a volver a leer. Pero sí quiero reproducir, digo traducir, para mi ex, el penúltimo párrafo. Dice L.:

Espero de veras que tu conferencia en Granada salga adelante para que puedas venir a vernos. Y también espero que la afluencia de los trabajos de traducción se mantenga. Repasando tu carta, veo que me dices que Samuel se ha hecho mayor y está bien majo, aunque un poco exigente, cosa que atribuyes a que es hijo único, aunque yo te diría que ser exigente es sinónimo de ser niño, sobre todo en momentos muy concretos de la infancia. Recuerdo un momento en que a mis hijos, a mi hija E. en particular, no le hacía ninguna gracia que yo hablase con otras personas y me exigía toda mi atención. He visto que esto sucede en otras familias y me ha llamado la atención este comportamiento, que seguramente indica un momento de inseguridad (y, por tanto, de sensibilidad especial) en relación con la identidad del niño, siendo sus padres una especie de depósito de la energía que el niño proyecta. Tú, pese a ser padre, estás dando a otros lo que el niño necesita desesperadamente para sí y para consolidar el sentido que de sí tiene. A fin de cuentas, seguramente eso es lo que significa toda la exigencia.

Si ella ―mi ex― se anonada, yo me quedo ojoplático. Oséase, atónito, Cuánta razón, cuán sabias las palabra de L. Y qué inmensa la amabilidad de mi ex. Inmensa como su sabiduría y su belleza. Lo de menos son las tildes.
         La carta de L. no tiene fecha, pero la cifro en 2006, más o menos. La conocí en 2003 y se nos acaba de morir. Venteando el aire del amanecer con el té en las manos y el lucero del alba enfrente, aunque sea Venus, y aventando mi pena, pienso en el avenir, léase, en el futuro, que será largo, ya lo decía el filósofo marxista asesino. Ojeo la prensa, veo la autoconmemoración de Babelia, merecida, y me acuerdo de cuando Babelia aún no era Babelia, y era el suplemento de Letras y artes, o al revés, o Artes y pensamiento, no me acuerdo, con nostalgia me acuerdo.  Y vaya si cantan los gallos, más que ladraban los perros. Me acuerdo de Conte, un padrazo. Veo el retrato de grupo ―hilarante― que se cascan los editores al señalar cada cual su momento señero de estos 20 años. Veo los retratos individuales que hace cada uno de sí y ya no me río tanto.
         Y como ya me he alargado más de la cuenta, cierro el chiringuito. La semana que viene no habrá entrega, que me voy a Madrid con el frío, a ver a los editores amigos y a mi hija. Ahora voy a ver si los dedos me siguen la velocidad del pensamiento. Voy a ver. Si.

PS:  Aquí, el obituario escrito a medias con Lucas Martín: http://www.elpais.com/articulo/Necrologicas/Lynda/Nicholson-Price/musa/poeta/traductora/elpepinec/20110123elpepinec_1/Tes

martes, 18 de enero de 2011

Los ayeres, los collares, las perlas

A Adela, claro;
a Amalia, desde luego;
en memoria de Lynda


Uno de mis tres mejores poemas es una silva, sietes y onces ordenados casi al azar, y lo digo porque a lo mejor hay quien no se entera. Para colmo, contiene el mejor de mis versos, ese interrogante con las tres elles. Además, es el último ―cronológicamente― de los que se recogen en La coz en el tintero, libro que seguramente ya sea inencontrable, cosas de su editor pasajera y afortunadamente ya no amerluzado, en el que va reunida toda mi poesía, 1988-2008. En mi editor confío, porque lo merece. Y me equivoco cuando digo que el libro es inencontrable y que mi editor es un merluzo. Son cosas que pasan, a todos nos pasan. Y por fortunas mejores son cosas que pasan, son toros pasados. Me he acordado del poema al escribir una introducción a los Cuentos reunidos de Isak Dinesen, que publica en breve Alfaguara, porque resulta que me encuentro retrospectivamente reñido ―¿he dicho reunido?― con la magistral cuentacuentos danesa.
Sin modestias indebidas, el poema que escribí (que a mi editor le gusta, y de tonto no tiene un pelo: por algo fue él quien lo publicó) es éste:

The End
(New Beginning)

La partida ideal de ajedrez sería la que concluyera
con las piezas en sus posiciones iniciales.
―Samuel Beckett

En este fin en que todo comienza
ahora que la función termina,
cuando todo renace,
y nada es igual
si ahora nada cambia
y todo es todo ahora,
veo acomodarse en tus pechos,
abalconados siempre,
dos cucharadas de flan en mi boca,
ese collar de perlas
patinadas de tiempo:
de mi madre desde que yo respiro
―y mira si ha llovido―,
hoy adorno tuyo para los restos.

Cada perla a caballo
entre animal y piedra
roza tu piel donde la suya
rozara, y el mismo broche esmeralda
tan de memoria posado
en su hueco, en sus estragos,
hoy idéntico luce en la base de tu cuello.
Años luz el enigma,
la claridad de tu rostro sereno
en las perlas se espeja
como la luz de su semblante claro
y es certeza: que cuando todo termina
gracias a ti empieza.

Arden otra vez los álamos: humo
de pavesas es cuanto de mí queda,
el humo que se te mete en los ojos
cuando en tu nácar opalino y borroso
no estoy ni por asomo.
¿Mejor valle ha de hallar tan noble lluvia?
Agua hecha relumbre,
¿cauce más acogedor puede encontrar
que tu seno generoso?

Ese collar tantos ayeres suyo,
tuyo ahora en tu orgullo,
         mañana será prenda,
rosario entre mis dedos descreídos,
si no es ni ha sido prueba
intachable, venga Dios y lo vea,
vengan las muertas de envidia
o mejor que no vengan,
de que cuando ya todo estaba visto
para sentencia, con sólo un regalo
vuestro una vez más empieza.

El cuento de la Dinesen, «Las perlas», se encuentra en sus Cuentos de invierno, que es de 1942 y tengo en la cuarta edición de Alfaguara, de febrero del 86. En él, una pareja de recién casados hace su viaje de novios a Noruega. A ella su marido ya le resulta decepcionante, y ella sospecha que tampoco está a la altura de las esperanzas puestas en su unión. Se le rompe el collar de perlas que su marido le ha regalado, y las 52 perlas ―como las semanas del año, como los años de casada de una abuela― caen rodando. Las recoge todas, las cuenta y las lleva a un zapatero, que se las ensarta en un hilo nuevo. El zapatero acaso sea el diablo; por el camino, ella se encuentra con otro extraño individuo, que resulta ser Ibsen, el autor de Casa de muñecas. El jeroglífico de su destino queda abierto ante ella. Tiempo después, tras un paseo por el monte, al cabo del cual reconoce que está mejor sola que con su marido, decide por fin contar las perlas del collar, que después de la reparación siempre le ha parecido distinto de como era antes, más liviano, como si el zapatero le hubiese hurtado una. No es así, sino todo lo contrario, y ahorro al lector el desenlace: es en el cuento de Isak Dinesen donde ha de leerlo, en la carta que la joven esposa manda al zapatero para preguntarle qué ha pasado. En otro de sus cuentos, tomado de Últimos cuentos (1957), el titulado «La temporada en Copenhague»―, cuando el destino está a punto de separar a la bella Adelaïde de su amado Ib, el narrador (¿narradora?) dirá que «la mitad vale más que el todo». Es, como muchos otros, un cuento que permite la aglutinación de los campos simbólicos, alegóricos y filosóficos, el medio perfecto para poner debidamente en tela de juicio el caos y la crueldad. La soledad es preferible antes que el falso amor. El libro de la Dinesen lo estaba yo enviando a Copenhague a una amiga, una hermana, sin saber que en cuestión de horas iba a tomar un avión presurosa para venir al sur a incinerar a su madre, que acababa de morir.

Y así descubro que mi silva, escrita con motivo de un cumpleaños de mi mujer, en el que mi madre le regaló un collar de perlas suyo, esmeralda incluida, ya estaba magistralmente escrita por la danesa universal, que tiene, ahora caigo, un notable parecido físico con la madre de mi amiga, de mi hermana, a la que prometí subir a ver a la Alpujarra en cuanto florecieran los almendros, que son las perlas vegetales. Ya no podrá ser.
Durante todos los años en que Adelaida ha sido mi mujer he llevado en el bolsillo, y ahora está encima de la mesa, la alianza, la funda de un mechero Bic de los pequeños, que tiene ya tan perdido el baño de cromo que no se lee le palabra «Aquitaine». Es una habichuela del color del plomo. Sigue pesando en mi bolsillo y sigo acariciándola, sigue teniendo todo el sentido del mundo, aunque sólo sea para mí. No me desprenderé de ese aditamento ni siquiera ahora que dejo de fumar, a punto estuve el otro día de tirarlo al mar. Irá conmigo a donde vaya. Shakespeare y Keats tienen sendas referencias a una humilde alianza de hierro, frente a las altivas alianzas de oro. Una vez, en un pueblo de Málaga, lo consulté con mi amigo Alan Munton, pero no llegamos a conclusiones claras. Ni falta que hace. Podría buscar ahora el pasaje de El mercader de Venecia, pero no lo haré. Es mi anillo de humilde hierro... etc. Ese pedazo de hierro color de plomo es mi alianza de hombre descasado. Es igual que ese collar que llegó tarde a manos de su dueña, y que ahora supongo que descansa en una funda aterciopelada. En aquel amago de reinicio no comenzó nada: todo había terminado. Con el fallecimiento de la madre de mis hermanos, Carlos y Emily, sucede todo lo contrario: la memoria de su madre alumbrará todo lo que ahora empieza. No olvidaré jamás la dulzura con que, a poco de conocerla, me dijo: "Listen, Miguel, I don't want to be written about".

miércoles, 12 de enero de 2011

Desprendimiento (y no de retina)


Me llama mi librero de la ciudad antigua para confirmarme que las casi treinta cajas de libros que preparé durante los días 24, 25 y 26 del pasado diciembre, un 25 por ciento aproximadamente de mi biblioteca, aunque al ya no darles mucho uso pues mucho me temo que el pronombre posesivo no ha lugar, pueden en efecto pasar a su disposición, para que les dé la salida que estime oportuna, que será la que ya dio en su día a una partida algo menor y mucho menos jugosa, puesta en su poder cuando aún creía que estos 1.500 títulos, tiro por lo bajo, podían dormir el sueño de los justos en un local comercial que no se destina al comercio, del que sin embargo se me pidió que desalojara, y así se ha hecho.
En breve, mi librero, que es de los buenos, tendrá esos 1.500 títulos (tras haberse quedado los privilegiados, que los hay, con lo más granado del lote) y los pondrá a disposición de unos cuantos amigos ―suyos― bien escogidos, que encontrarán joyas a precio de ganga. Sé que no los pone directamente en las mesas de venta al público, sino que monta una especie de covachuela o rebotica a la que sólo tienen acceso los más fieles. En todo caso, por mi parte, mera operación de reciclaje, o desprendimiento de lo que ya realmente no voy a necesitar, y sólo molestaba en donde estaba, y tiene todo el derecho del mundo a una nueva vida, un nuevo recorrido, a descansar en otras manos, bajo otros ojos que vean mejor que los míos.
La sensación, naturalmente, es controvertida. Creo que hago bien. Lo hago porque más remedio no me queda. En el fondo, algo me escuece. En esta tanda se van casi todos los españoles e hispanoamericanos amasados (no he dicho acumulados: amasados a mis pechos) a lo largo de muchos años de ejercicio lector, quitando alguna que otra excepción (ejemplo: no fui capaz de meter en ninguna caja ni Rayuela ni ninguna de las obras de Torrente Ballester, ni bastantes cosas de poesía hispana de los 70 y 80 y 90; otrosí, me dio tiempo a hacer partijas, cajas destinadas a mis amigos, a los que no residen en la ciudad antigua, de los cuales el más beneficiado ha sido Juan de Sola, que se lleva un puñado de joyas alemanas traducidas, que a él seguramente no le harán falta).  Y justo es decir que años antes ya había expurgado todo ese sector de mi desembalada, desencuadernada biblioteca, y me había quedado con lo principal, aunque ahora no lo tenga a mano. Me consuela lo justo saber que algún partido le sacaré, y que mi librero, aunque me quede a mil kilómetros, me permitirá tener otro puñado de euros en cuenta a mi favor, para ir retirando lo que se me ponga y cuando quiera. Lo comido por lo servido, do ut des. Cierto es que la segunda acepción de desprendimiento, léase, «generosidad», aquí mucho no pinta. Al mismo tiempo, me libera haber soltado todo ese lastre que estaba estorbando, aunque no a mí.
Desde luego, en este piso enano y con tanto helor nunca habrían tenido cabida, y en los otros dos pisos del norte en los que sí está el grueso más valioso de mi biblioteca, con el posesivo en su sitio, era imposible que cupieran.  (Cualquier día llegará otra orden de desalojo, fijo.) Me vienen de golpe a la memoria dos libros dedicados con afecto, y no son los únicos: Amores patológicos, de Nuria Barrios (aquella entrevista que le hice para «El país» en el lago de la Casa de Campo, charlando mientras veíamos a los patos amarse), y El soldadito de porcelana, de Horacio Vázquez Rial, que es un novelón de los de antes, y que recomiendo a quien me lea.
Sin caer en desafecciones, a veces no queda otra que librarse de los afectos. Habrá otros a quienes afecten esas dos novelas, tan disímiles, tan buenas, así como habrá otros a quienes otros libros del lote les supongan un puñetazo en la cabeza, como a mí en su día, como quiso Kafka que fuesen los libros válidos. ¿He dicho valiosos? Creo que no.
Con todo lo cual, y tras esta semana malagueña, de la que he vuelto al desierto con ciertos perjuicios para la salud que poco a poco se irán remendando, digo yo, me vuelvo al mundo de los pocos libros, dejando el de los ya demasiados para Gabriel Zaïd y sus secuaces, entre los cuales me cuento, así sea por deducción. «Deducir» es «restar», y es por tanto primo de «reducir». Y la vida es en el fondo como una salsa que conviene reducir a lo indispensable, no vaya a quedar aguada. Aguadas, las acuarelas.

jueves, 6 de enero de 2011

Twelfth Night


De todos los regalos que me ha hecho mi padre ―el cero del primer Scalextric, los libros, la vida, y algún tortazo― tengo un recuerdo raro de una camisa de vaquero anarquista, si tal cosa es posible, roja y negra, que me trajo de su primer viaje a los Estados Unidos, a Filadelfia exactamente, que no es territorio de sheriffs ni de Billy el Niño. Creo que también hubo un  pantalón a juego. Yo tenía seis años. Él volvió ufano. Seguramente, pero esto no lo recuerdo, venía con pistola incluida, de plata, con cachas nacaradas. Recuerdo la camisa. En su día tuvo la misma o mayor trascendencia que tendría regalarle hoy a un niño, a mi hijo pequeño por ejemplo, una camiseta de la Roja. Era roja entera, salvo los hombros, que eran negros. Es la camisa que he querido llevar toda la vida, leyendo, jugando al Scalextric, paseando por la playa, dando una conferencia. Aún la busco. Un día seguramente se fue al tacho de la basura porque se me había quedado pequeña. No recuerdo que ninguno de mis hermanos menores la vistiera.
De todos los regalos que me hizo mi mujer tengo en especial estima un molino de trigo, manual, que está en su casa como si no fuera mío. Es lo único mío que hay en sus vitrinas. No lo voy a reclamar, porque allí están bien esas dos piedras blancas que encajan como guante en mano, que habrían de triturar el cereal costosamente cultivado para luego amasar el pan, y porque aquí no sabría dónde ponerlo. Me lo trajo de Túnez.
De todos los regalos que me han hecho mis hermanos tengo especial aprecio por uno de Juan, en el que me retrata en mi biblioteca ya definitivamente disuelta.
De todos los regalos que me han hecho, y de los que ya no me acuerdo, tengo un aprecio especial por el aprecio emocionante que noté en todos: la portada de Íñigo para un libro inexistente que adorna mi estudio deshabitado en Pamplomo, una acuarela, la foto de la Quinta Avenida que me regaló Pedro en Miranda, a saber qué pintaba yo allí, la tarjeta metálica del club Jameson que encontró mi hija en el rastro y pensó en mí, la bufanda verde y azul que vino de Córdoba (otras bufandas regaladas nunca me las he puesto), los zapatos Dippner de Adela, el regalo que nunca me hizo la tía Concha, que para mí es un regalo, la bronca y reconciliación postrera con Jaime, que es un regalo que él me hizo a regañadientes, y que brilla en mi memoria, el reloj que me regaló Silvia y sobre la marcha regalé yo a Luis Antonio de Villena, que era azul, y él me lo cambió por el que llevaba puesto, rojo, o el taburete con el que Juan de Sola adornó el arranque de la escalera de este apartamento, la bici de la primera comunión, imagino, porque no la recuerdo, y era una BH azul, el vestido rojo que envolvía un regalo envenenado hace ya casi dos años, que demasiado bien recuerdo, una sombrerera plateada que terminó siendo un costurero, llena de caramelos, de los que no probé ninguno, unas botas de monte, verdes, que no sé dónde están, o la luz y el silencio de este día de Reyes, en el que nadie me regala nada salvo el silencio y la luz, y entiendo que me lo han regalado todo sin merecer nada yo, sin haber regalado nada.
Duodécima noche, William. Debe de ser una de las palabras en mi otra lengua que menos vocales y más consonantes contiene, twelfth. Noche de Reyes, pa entendernos. Como si los regalos que nos hacen fueran consonantes y los que hacemos una e. Pero de esto el que sabe es Proust, camino de Swann, o mirando a Albertine dormida.

miércoles, 5 de enero de 2011

Fúrgol


Al Levante, o al Almería, se le marcan ocho con la gorra. Marcarle uno al Atleti (de Bilbao) es una proeza. Tres tiempos ha tenido el Atleti al Barça sin marcar. Y entonces viene Abidal, cesión bien entendida y generosa de Villa, pase de Iniesta memorable, y marca su primer gol con la camiseta blaugrana. Un 1-1 en San  Mamés que, goles en campo contrario ―toda la vida explicándoles esta norma a Adela y a Samuel, sin que la entendiesen―, a los bilbaínos ―va por ti, Igu―, os dejan con la honra intacta, y el de Llorente es un golazo, y a los culés nos ponen donde queríamos.  Azulgranamente me solidarizo rojiblanco y me pongo de la vera del Nervión. Pero al revés no podía haber sido. Ni a tiros nos habrían ganado. Eso sí: ha costado un congo. Nunca se vendió más cara una derrota. (He pensado, sin fumar en el descanso, que San Mamés era Stamford Bridge.)
Ha costado más que hacer pan con escamas de pez.
He visto el partido en la Peña Barcelonista del pueblo. Sentado a la vera de un señor de Macael, tierra del mármol, que resulta que fue guardia civil en Lecumberri ―las kas de los topónimos en mi lengua, que se las metan por la ka los mismos que quieren decir Ourense o Lleida, llamándose ambas ciudades, en mi lengua, Orense y Lérida― durante veinte años, en los setenta más bien. Yo entonces aún no delinquía. Si no, altas probabilidades de que me hubiese detenido. Y hubiésemos visto juntos un Atleti-Barça en la Catedral como un abuelo con su nieto. Hoy, en el entreacto ―él no fuma, y calza boina; yo lo intento, y no la llevo―, hemos hablado de las cuevas de Muguiro y de San Miguel de Aralar.
Detrás de mí, un señor al que le ha ido bien el tratamiento de un cáncer de páncreas que le han hecho a su señora en la clínica de la puta universidad de navarra, todo con minúsculas, que es como se llama en mi casa la puta cun. Más atrás, dos negros más negros que Abidal, que no sé a qué se dedican, pero que han llegado en patera, seguro.
Sólo me ha jodido una cosa de todo el partidazo: no había en la Peña ni una sola mujer. El día de la manita al Madrid ―Daniel: no todo está perdido― había un par, pero hoy éramos todo tíos. A ver cuántos roscos le mete mañana el Madrid ¿al Levante? Que yo me levante y lo vea. Y en mi nevera, las naranjas de la Levantina, que es la que de verdad me la levantina, a falta de. En la Copa, o juegas con el Atleti o no vale. Luego llegas a la final y te gana el Betis.

martes, 4 de enero de 2011

Sabor a zumo de naranja


Me encarga Pilar Álvarez una traducción, La edad de los prodigios, que es un compendio de erudición amena como sólo está al alcance de los muy sabios. En este caso, Richard Holmes, discípulo de George Steiner, por dos de cuyos libros ―y su posible aparición en castellano― llevo años bregando: Footsteps y Sidetracks. Sin éxito. Pero va Pilar y contrata un Holmes y… ¡carambola!, me lo encarga. Nada es casual.
Holmes (y es el Sherlock de los biógrafos británicos, ya lo dice Michael Holroyd) es el biógrafo de Coleridge, sin ir más lejos, y después de la suya, en dos volúmenes, no tiene sentido escribir una nueva biografía del poeta opiómano, del autor de «Kublai Khan», del escritor de la inspiración perdida porque cuando estaba escribiendo llamó a la puerta «un caballero de Porlock», que es el título que tuvo Lolita cuando era sólo un proyecto y Vera, mujer de Vladimir, lo salvó de la quema. El caballero lo distrajo y el poema quedó inacabado. Pero Coleridge… cuidado. Que aún falta una edición entera de su Biographia Literaria, que ni es lo uno ni es lo otro, sino filosofía pura, y la que hizo Murillo para Ariel deja mucho que desear, y han pasado milenios.
Es un libro ―el de Holmes― que trata sobre el modo en que los descubrimientos científicos del xix afectaron a los grandes poetas británicos del xix (que son más que Coleridge y Wordsworth, vaya nombre para un poeta: ¿sabía alguien que Robert Southey pasó mucho tiempo en el sur de España, como el hermano de Boswell en Valencia? Esta mañana de eclipse solar, y no pongo foto porque mi cámara no recogería bien el fucsia encendido en lo más bajo del horizonte, parece un buen momento para recoger estas sensaciones. Además, levanto la vista de la pantalla y los bancos de nubes tan pronto se adensan como desaparecen, y el fucsia de repente es luz deslumbrante ―es luz que te deja invidente: es un amanecer más radiante que todos los previos―, como la que fueron a medir a Tahití aquellos chalados, aprovechando el tránsito de Venus por delante del sol, con sus telescopios de andar por casa. ¿Conoce aquí alguien los Night Thoughts, de Edward Young, con los que podríamos ahorrarnos a todo Gustavo Adolfo Bécquer, y sobre todo su cursilería de diestro versificador? ) Exploraciones, microscopios, física y astronomía, química… Todo antes de Darwin, con quien se cierra el libro.
Pero empieza por Joseph Banks, el botánico, y su expedición, al mando del capitán Cook, a Tahití, y a dar la vuelta al mundo. En una peculiar e introspectiva entrada de su diario, Banks iba a reflexionar sobre el hecho de que seguramente nunca más volvería a ver Europa, y que solo había dos personas en todo el mundo que real y verdaderamente podrían echarlo en falta. Y va y dice, con una ortografía que corrijo, con una sintaxis ilegible, porque botánico ―y rico― era, pero era casi analfabeto, que «hoy por vez primera hemos cenado en África, y hemos dejado atrás Europa a saber por cuánto tiempo, quién sabe si para siempre. Este pensamiento exige un suspiro en debido homenaje a la memoria de los amigos que dejamos atrás, y ya lo tienen, aunque no es posible permitirse dos, pues causarían más dolor a quien suspire que placer a los que son motivo y razón de sus suspiros. Baste con que se les recuerde, no creo que deseen que se piense en ellos más de la cuenta cuando uno ha de estar separado de ellos, y más si se halla a merced de los vientos y las olas».
África ahí enfrente anda, ahí delante viene. Pero ni siquiera África, ni Tahití para Banks, nada es para siempre. Me acuerdo del post que mi amigo Javi Morote me pidió para despedirse de su programa en la SER, Navarra. (¡Uf!) Y como le ha servido y le ha gustado y lo ha colgado en su blog (http://elblogdeauzolan.blogspot.com/2011/01/vamos-ir-terminando.html), acaso con alguna modificación lo incluyo aquí. Y dice así:
Que nada es para siempre es una de las cosas que sabemos desde niños, desde que suena el timbre que avisa del final del recreo (siempre he pensado que con ese timbre empieza la eternidad), y es una de las cosas que nunca terminamos de saber. Esta mañana, mientras pensaba que mi amigo Javi Morote ―librero encomiable, lector empedernido, amigo de pedernal― me pide unas palabras con las que poner remate a su blog de comentarista radiofónico de libros aconsejables de corazón, mientras le oía hablar de una traducción mía sin decir que es mía ―bien hecho: ni falta que hace―, y hablar bien del libro, con la dosis justa de entusiasmo, y mientras me acordaba del libro, La biblioteca de los sueños rotos, me ha salido este párrafo en una traducción que estoy terminando, un libro de Kathleen Rooney que se titulará Desnuda y pronto publicará Turner (Encontré el libro en una librería de Cambridge, Massachussets, el verano pasado, paseando con mi hermana. A mi hermana no la he vuelto a ver.) La chica en cuestión desgrana sus experiencias de modelo de artista, siempre desnuda, para pintores, dibujantes, fotógrafos, clases, grupos, etc.:

Desnuda y más o menos anónima, más o menos cosificada, yo había acumulado una curiosa autoridad. Y aun cuando estaba desvestida (teóricamente expuesta, vulnerable) y el fotógrafo seguía vestido (teóricamente dominante, invencible), a menudo me sentía como si fuera yo la que estaba al mando. Pensando de esta manera casi llegué a disfrutar de la situación. A la sazón, fue más que suficiente, y es que todas las cosas ―buenas, malas y regulares, estrafalarias o no― han de terminar.

Oh all to end, dice Beckett en A vueltas quietas. «Ay, que todo termine», en mi traducción ―que ahora cumple ya diez años―, y quienes me conocen saben que esa coma la llevo en mi haber como una cruz de madera de pino, sin saber aún si tuve o no tuve que ponerla, si la puse sin querer, si quise ponerla, y en mi debe pesa como una cruz de plomo. No queda claro ―pero la anfibología es un arte― si Beckett se alegra de que todo termine y desea que todo termine o si le duele que termine todo.
Ahora termina el año, o ya ha terminado, y empieza otro, y yo no me he enterado, y mi amigo Carlos vuela a Chile. Para mi amigo Javi termina un tiempo de gozo y sombra en el programa de radio en el que ha colaborado semana tras semana, año tras año, con su sufrimiento, movilizando a lectores remolones con sus sabias recomendaciones. Y no termina porque él haya querido, sino porque todo termina alguna vez. Allá quien así lo haya querido, eso es cosa suya.
Lo sabemos desde niños, pero todo fin es más doloroso que el primer parto, que en sí mismo es un fin (el fin de un embarazo, de una vida intrauterina, etc.) «En mi principio está mi fin», dijo Eliot en alguno de los Cuatro cuartetos, creo que es «East Coker». Y eso sí que lo sabemos todos desde niños: lo que hay que meterse en la cabeza es que en mi fin está mi principio.
El programa de Javi, en la SER, matrícula de Navarra, ha sido una gozada de seguir. Está on-line. Es pasado. El futuro empieza ahora.

domingo, 2 de enero de 2011

Noé

A  J., a  C.

Hablarme a mí de disputas y desavenencias conyugales, de rencillas y desacuerdos, de rupturas y remiendos, de enconos y rencores, de desencuentros y malentendidos de pareja, de fracturas del alma, de contrariedades mutuas, de incompatibilidades momentáneas que nunca duran un momento, de las derrotas del amor (derrota es rumbo, y es ir de cabeza, directo a la derrota), o hablarme de cómo se tuercen las cosas que debían ir derechas en el seno de dos que se aman, hablarme de intolerancias invencibles y de exigencias imposibles de cumplir, de cómo ella es bella cuando llora y es más bella cuando ríe, aunque sean las menos de las veces ―¿por qué ha de reír ella y ser uno el que provoque la risa?―, que las más de las veces llora, así como las más de las veces me acuerdo yo con dolor de que lloraba, y hablarme del tiempo perdido en busca del cual a lo mejor emprendo un día un viaje al corazón de África, o hablarme de que ya no hago falta en ninguna parte de tal contexto, y sentirme redundante (o sea, que sobro), e incluso hablarme de cómo curar las heridas que se enquistan, o preguntarme qué hacer para paliar semejantes borrascas, si yo consejos vendo, pero para mí no tengo, y confiarme las tempestades matrimoniales por las que uno u otra pasen ahora, contando con que a lo sumo preste un oído amigo y comparta un silencio comprensivo, para hablarme luego del cómo se resuelven estas cosas que a todos nos pasan, o que, mejor dicho, a algunos ya no nos han de pasar, y que a veces es cierto que se resuelven, se resuelven por medio de ese amor que se resiente de todos los desamores que a lo largo del día vamos dejando caer, y que resentido resiste, y se fortalece, y de cómo convertir una lágrima brillante en una sonrisa mucho más brillante, o hablarme de todos los cielos que vimos juntos y que no eran el mismo cielo, o de cómo nos besamos bajo la lluvia cuando en realidad no llovía exactamente, o llovía sólo encima de uno de los dos miembros de la ecuación, y hablarme ―a mí, que voy ensordeciendo― de que el cielo es azul cuando estamos juntos, aunque el resto del mundo lo vea muy gris, o hablarme del rayo verde que  tintaba otra vez la esperanza a la caída de la tarde en una playa de Portugal que se llamaba Playa Amorosa, anda que no, tengo testigos, y son pequeños, es como hablarle a Noé de la lluvia y del primer rayo de sol que vio al final del acoiris.
Cuando se secó tras el diluvio, Noé ―barbudo, a punto de afeitarse: desbarbarse es desbarbarizarse― no recordaba que hubiera llovido nada. Ni siquiera recordaba que hubiese llevado numerosas parejas de animales bien o mal avenidos a la cúspide del monte Ararat. Y supo que el 2, de enero por ejemplo, era 1. Negro e impar.