lunes, 11 de abril de 2011

La playa


No hay nada más triste que una pareja que llega con su hija a la playa a la una y media y son la viva imagen de la felicidad. Ella no se desviste, él va en bañador. Juegan al balón, claro. Vuelan cuatro cruceros, dos a levante, dos a poniente, llenos de personas moderadamente felices. El mar a tres colores.  Rompen las olas a dos aguas, como en Vietnam al principio de Apocalypse Now, lo cuenta Robert Duvall (pero aquí sin Robert Wagner de fondo, que es mejor) abriendo el índice y el corazón, y aquí la cerveza blanda se mueve sola dentro del vaso al son del viento, que es donde se va a quedar, y aletea Liz Taylor, qué tristeza tan antigua y tan vital, en el dominical de hoy, con Elvira Lindo, mientras leo ―eso sí que da pena― una Virginia Quarterly Review del 80, un artículo sobre Borges y su madre y Faulkner, preparando el mío al respecto (sobre Faulkner y la mía), para poner en su justo punto a quienes creen haber leído Las palmeras salvajes. La pareja y la niña no tardan en dispersarse. Los cruceros ya son sólo tres, uno de los de levante ha desaparecido. Y en todo momento mi despedida de Bob Dylan en la cabeza, «Dreamin’ of You» (http://www.youtube.com/watch?v=63Hvny7pX8g, con un Harry Dean Stanton muy mayor, en un remedo de Paris, Texas, que no se corresponde con la letra entera, falta una estrofa al menos), que dice así:


Qué mala es la luz aquí
como si fuese desde el fondo de un río.
Ahora en cualquier momento
cuento con despertar de un mal sueño.

Cuánto importa hasta el roce más leve.
Junto a la tumba de un niño que ni rió ni lloró
he meditado sobre mi fe en la lluvia.
He soñado contigo, nada más.
Y me está volviendo majara.

En alguna parte rompe el alba.
Se escurre la luz por el suelo.
Suenan las campanas.
Me pregunto por quién sonarán.

Bajo cualquier estrella viajaré.
Allí donde esté me has de ver.
El pasado sombrío está despierto y es inmenso.
Duermo en el palacio del dolor.
He soñado contigo, nada más.
Y me está volviendo majara.

Puede que me pillen, puede que no,
pero esta noche nanay.
Ojalá tuviera ahora tu mano en la mía
y fuésemos a donde más blanca es la luna.
Años me han tenido preso
Y van y me sueltan en escena.

Hay cosas que duran más de lo que uno pensaría
y tienen explicación nunca jamás.
He soñado contigo, nada más.
Y me está volviendo majara.

En fin: si tengo hambre, como; bebo si tengo sed,
vivo al día.
Aunque se me caiga la carne de la cara
dará igual, con tal que tú ahí estés.

Como un espectro enamorado ando
bajo esos cielos de espanto.
Me siento más lejos que nunca,
más lejos de lo que podría.
He soñado contigo, nada más.
Y me está volviendo majara.

Todo lo que me encuentro hoy brilla,
qué raro e insólito este otoño.
Espirales de resplandor dorado en plena tormenta.
Puede que estuvieras, puede que no;
puede que tocaras a alguien y te quemaras.
El sol callado me ha puesto a correr,
en la cabeza un agujero que ha quemado.
He soñado contigo, nada más.
Y me está volviendo majara.


Podría seguir por «Love Sick», claro. «Most of the Time» ya la hice en su día. Podría segur por «Beyond Here Lies Nothing». E incluso, remontándome en el tiempo, por «Tangled Up in Blue» camino del cole, a las nueve menos cinco, por la calle Tafalla y la calle Olite. Es una canción que a Sam le gusta. Pero no, por ese camino no seguiré. Y tampoco voy a decir que no hay nada más feliz que una pareja triste de la que no formas parte.

domingo, 10 de abril de 2011

Números primos


A través de la tía Concha, que detesta que la llamemos «tía» ―hay que joderse: es lo que es―, recopilo la nómina de los primos de la rama, no he dicho rima, materna. Confieso que no me acordaba del nombre de todos, porque para bien o para mal no nos conocemos; sí de Felipe, el mayor, fugado como yo ―él de Bilbao a Argentina, yo de Pamplomo a Almería, que todavía hay clases― y de Rosa, y de Teresa, con lo que lleva a cuestas, que es lo mismo que lleva encima mi hermana; voy por el lado de los que tienen un apellido que se escribe indistintamente con q o con k, y que empieza por «Mar», a los que se suman Beatriz y Fernando; de los únicos que llevan por primero Álvarez sólo me acordaba de tres, pero son cinco, me lo cuenta mi madre: Miguelón. Camusca (siempre segunda, siendo la mayor), Fernando, Javier y Borja; luego están los que por ley debieran llamarse Álvarez, aunque por desidia serán Fernández: Gerardo, Marta, Amaya y Eduardo. Con Eduardo me he partido de risa, que no de la risa ―el artículo lo cambia todo―, cada vez que lo he visto, pero han sido muy pocas. Amaya me vino a ver una noche en las escaleras de la plaza de las Platerías, frente a donde vivieron nuestros abuelos, nuestras madres, a preguntarme qué me pasaba, que andaba yo embotijado. Y estando una noche de primavera en Santiago, que es de donde venimos, le dije muy serio, frente a la fuente, socorro, que me desmexo: «Qué bonita es Salamanca». No entendió nada, natural. Al día siguiente, en casa de los que siguen, ahora voy con ellos, con una fabada gallega ―Iago, Andrea, Alexo―, antes de emprender el lento regreso, dije algo enfadado: «Me voy a ver cómo sopla el viento en la meseta». Andrea, nunca lo he dicho, es el nombre de mi prima preferida, desconocida, y es el de mi hija, pura coincidencia. Ahora resulta que Andrea prima anda tan sureñizada como yo. (Paréntesis: entre mis primos paternos cuento a Santiago, que hace muchos años no está, como entre mis primos maternos cuento a Adrián, que hace muchos años que nos  falta.) El padre de Andrea y Alexo, que son gemelos, una vez les contó un cuento de piratas en el que uno cogía, lógico, «o catalexo». Y ella dijo: «i tamén o catandrea». Xerardo, por mejor decir, es filológicamente más listo que el hambre y humanamente más sabio que ninguno. Me faltan Teresa y Felipe, que llevan los nombres de los abuelos a los que ninguno de los veintitantos conocimos, siendo yo cronológicamente el segundo, pero yo a ellos tampoco los conozco. Y faltamos nosotros ocho que, quitándome a mí, son Ana, Pablo, Pedro, Juan, Jaime, María y Belén. No entiendo por qué he tenido este ramalazo de membranza de primos Álvarez (de los Martinez-Lage, que somos unos pocos menos, me acuerdo bien uno a uno, y van unas cuantas zetas), canarios, andorranos, bilbaínos, orensanos, santiagueses, malagueños, de Pamplona. No entiendo de dónde ha salido este recuerdo, pero es tal cual lo cuento. De pronto me deslumbra la calle San Pedro de Mezonzo (más zetas), que no todos conocemos (la ce hace de zeta), aunque algunos vivan en ella. La blancura de esas paredes. La Plaza Roja abajo y una iglesia arriba. Las hermanas de mi madre, casadas y solrteras. Sus hermanos, dos. Uno tan cercano, el otro lejanísimo. Ahora que mis hermanos son mis primos, mis primos son mis hermanos. Y si salgo de casa es como si anduviera por Santiago en un pueblo de Almería como anduve por Santiago una noche elogiando Salamanca, aunque no es de imaginar la animalada de buque, de cuatro palos, cargado de arena, que ahora mismo saca de puerto un remolcador enano.

jueves, 7 de abril de 2011

Calla


No hablaré de la tremebunda victoria sobre el Shaktar, por más que mi casera me felicite por sms por la manita, ni del vecindario gitano de la calle que calla, que se regocija recogido, ni de que Guardiola sonría mucho y pesimista con motivo, ni de la escasa (victoria) del Manchester sobre el Chelsea, ni de la abultada, anteayer, del Madrid, que vapulea al Tottenham, del que era acérrimo mi mejor profesor de inglés, que no el primero, en Carlos iii, ni de la increíble del Schalke de Raúl contra los campeones de azul y negro, en su casa; no hablaré de los gatos que maúllan a altas horas en plena pelea o en celo, ni de los amigos cuyas palabras amables, o el eco de las mismas, me desvelan; nada diré de las conversaciones que matan del todo en vísperas de un partido crucial, ni de los negros que te dan un «high five» con cada gol que hemos metido, ni menos de quien no sepa qué es un «high five», o choca esos cinco, que cinco han sido; nada diré del sudor de los pies nada más ponerme los crocs regalados por ella sin que amanezca siquiera, en cuanto canta el gallo; no voy a hablar de los extraños bocinazos una calle más abajo a las 5:25 ni de la furgona que arranca y para y ronronea un rato como un gato mientras los gatos siguen de pelea; nada voy a decir de los mecheros perdidos por fin, al cabo de casi veinte años de llevarlos en el bolsillo, que no son nada; nada diré de los amaneceres torcidos de frente, ni de los atardeceres siniestros por la espalda, ni de las faltas de asistencia a las presentaciones de los amigos que encima cumplen años el día en que presentan libro, ni de la distancia ni del dolor ni de la ausencia; no voy a hablar del despertador que suena cuando uno está despierto y no despierta nada, y eso que suena dos veces, a las 6:10 la primera; nada diré de los cantos de las aves o los ruidos de los pájaros, según se mire, y de la tos matutina, que hoy es más acusada, ni de las novelas malas que hoy se acaban: no voy a decir nada del asombro del profesor que cobra lo suyo por lo que de buena gana habría pagado; no voy a hablar de las rarezas de la asistenta, ni de los zumos de las naranjas pequeñas, ni de los descosidos en el jerséi, ni de las faltas de ortografía, ni de la poesía de Caballero Bonald, Somos el tiempo que nos queda, comprada anteayer por segunda vez, que la primera está ¿en casa?, corregida y aumentada, tras meses sin comprar un libro, y buscando el de Marías, Los enamoramientos, que llegará mañana; no hablaré de la congoja cigarrera, ni del zumo de naranja, del que no sé si he dicho nada; nada diré de las frases ideadas en la cama, que luego no se trasladan a la página; de la ceniza en el teclado no diré nada; tampoco voy a hablar de las incertidumbres y de las certezas, de las bocinas de los repartidores, de las moscas, de William Gaddis, porque más vale Richard Holmes y la paz reinante; no diré nada de Huckleberry Finn, de los temblores, del Tullamore Dew, de Walter Benjamin, de la Volkswagen, de Vodaphone, que no llaman, de los Marlboros, cortos del flamenco que entra a deshoras por la ventana, ahora que se avecina el día mundial de la etnia gitana, ni sobre las reiteraciones del no, que son rechazos planos, ni sobre las travesías del desierto, que son lo que toca, ni sobre las moscas pasajeras y las avispas atrapadas entre dos láminas de cristal, ni de las gorditas de ojos muy azules, claro, a las que uno se encuentra en la cola del banco, con escotes vertiginosos, aquí se quiebra la rima y se afina la mirada; no voy a hablar en el fondo de nada, pues nada quiero decir y digo en cambio nada.

martes, 5 de abril de 2011

Céci n’es pas un poème


Bajo la influencia del alprazolam
0, 5,
a Lucas Martín, a Carlos Pranger

Hay algo que quiere dormirse
y hay algo que no se duerme.
Hay algo que no despierta,
y detrás el afán de que al fin duerma.
Hay un sueño que no tendrá dueño,
hay un señuelo sin pez,
y a ese algo se le pone cara de alga
y en tierra se reseca.
Hay un sueño que quiere algarse
y en el duermevela se alarga
y se sostiene como la piedra.
Hay un silencio en azul,
hay una luz oscura en magenta.
Hay algo que no soy yo ni a tiros,
hay tiros que no son yo.
Hay una vez que vuelve y es otra
vez, hay una noche sosegada
en la que no pasa nada.
Hay un amanecer a años luz
y hay versos borrados
o invisibles al dorso de una cruz.
Hay un silencio exquisito,
hay un claror que da miedo
cuando es tan de noche;
hay un miedo luminoso
cuando el mar está entero.
Hay una clara certeza:
un día no habrá más nada.

La vida empieza muy lejos
de donde crees estar.
Es un río sinuoso en el desierto,
un sinfín de carreteras tortuosas,
un hostil apartamento.
La vida es el cauce que no lleva agua,
menos aún si río Aguas se llama.
La vida lo trae todo.
Es esa sorpresa, te va a esperar.
Guárdale la paciencia,
te quiere recompensar.
Despójala de esas historias
que son simples damas de compañía.
No es un cuento, ni aun siendo largo.


Es natural el extrañamiento.
Lógica la perplejidad.
Aprestados para el presente
nos toma desprevenidos el futuro.
El ruido de esa moto que pasa de largo
es el tubo de escape de nuestra moto,
y nosotros sin saberlo.
La mirada de cariño de la vecina
es el afecto en los ojos
que ya no nos verán.
Despunta la primavera
y lleva uno el hielo del invierno en las venas.
Encierra la plenitud solar
más que residuos de la noche.
Habla uno en lenguas que desconoce
cuando se cuelan en la suya otras lenguas.
Es natural desplazarse,
el tiempo desapacible,
el calor que ahora repunta,
las pérdidas más amargas
en la memoria posadas.

Incommunicado

Graves e imprevistas complicaciones tecnológicas me desgajan de pronto del mundo sin posibilidad de retornar al ¿perimundo? por vías internéticas. Tan repentina como fue su aparición ha sido su desaparición, de la que además me enorgullezco, por haber sido yo solito quien ha resuelto semejante «Communication breakdown», que diría Led Zeppelin, y de hecho decía en mi más tierna juventud.
Entretanto, me ha dado tiempo a vivir una ancestral costumbre almeriense, «la Vieja». En pleno ecuador de la Cuaresma, el vigésimo día de la misma, almuerzo campestre ―saltándose la vigilia y abstinencia―, celebración, quema de lo antiguo e indeseado en forma atávica y bárbara: se lleva un muñeco de papeles de colores y esqueleto de madera y al término de la comilona ―en la belleza desolada de Sierra Cabrera, que a pesar de todo está más verde que nunca― se apedrea sin piedad al muñeco, acto que simboliza el destrozo de aquello que uno preferiría perder de vista. A fuer de ser justo debo decir que yo no acerté en ninguna de las cuatro o cinco pedradas que le tiré al muñeco, pero comí como nunca con muy buenos amigos, dos parejas y una niña. Los amigos en estos pagos empiezan a ser numerosos al tiempo que otras amistades antiguas se acaban por sí solas.
Mientras, me aburro de solemnidad con una de las peores novelas que me han tocado en la vida: presuntuosa, obvia, digresiva, rellena de filfa. Me consuela terminarla ya el fin de semana que viene. Lo curioso del caso es que cuando conocí al autor, el año pasado, comiendo en Madrid (él es africano, fue preso político en su país y es residente en Nueva York), me pareció una bellísima persona.
Y en vista de que la ausencia se ha prolongado más de lo que yo quisiera, y no porque quisiera yo, sino porque las máquinas tienen opiniones propias (lo cuenta de maravilla Salvador Peña en «El Trujamán» de hoy, http://cvc.cervantes.es/trujaman/) me resarciré y trataré de subsanar la faltada con mis fieles aportando dos entradas en vez de una. Sirva ésta, primaveral y motera, de preludio a la otra, que acaso sea la buena. De paso, he contratado un adesele y un fijo, para que no me pasen estas cosas. Cuando volvía a casa me acordé de que una vez publiqué un poema titulado «Hoy no llamará nadie».

jueves, 17 de marzo de 2011

El año de los cinco encuentros


Mañana, sorteo. Bueno, el sábado el de la lotería, pero mañana sorteo de la Champions. Contra mi costumbre, toda la vida apostando al 5, compré un número acabado en 2, a ver si la matrícula de la moto da suerte.
Sólo de pensar que en esta tanda, siendo el sorteo puro ―ya pueden enfrentarse dos equipos del mismo país―, nos toque cruzarnos con el Madrid, e incluso ―y es más probable― a la siguiente, se me ponen los pelos como el alambre de espino: el año de los cinco encuentros, dos de Liga, dos de Champions y la final de Copa. Empezamos con muy bien pie, merendándonoslos en el Camp Nou con la mítica manita, aunque fuera en casa. (Debe de ser uno de mis primeros recuerdos, en blanco y negro, el 0-5 con Cruyff y el Cholo Sotil. Y aquél fue en su casa, y vivía el Dictador. Y reconozco que el otro día volví a ver el resumen del 2-6, mentiría si dijera lo contrario.)
De ser así, y si hay cruce ―encuentro, que no desencuentro, en este año de desencuentros continuos― le prometo a mi amigo Carlos ―madridista de pro y rival cordial― que uno de los dos me voy a verlo con él, que la final de Copa la tengo comprometida en casa de Jose y Cati, aunque ayer me dijo Cati que como le vuelva a romper el brazo del sofá, como me pasó en la final del Mundial, en el momento del gol de Iniesta, justo antes de abrazar a una manchega y decirle «¡Viva la Mancha!», en voz baja, al cuello, le compro uno nuevo. O sea, que para ahorrarme un hipotético sofá la veré sentado en un cojín, en el suelo, y calladito. Calladito también estuve en la final. Aún ayer me acordé de lo primero que oí después de la final del Mundial: unos jóvenes en un coche, con el culo sacado por las ventanillas, gritando «¡Iaspaña!», y una anciana con muletas, en la puerta de su casa, musitando «… España cañí».
Da un poco más que miedo este Madrid, a qué negarlo. Pasan las jornadas y empiezan a entenderse bien tantas lumbreras, natural, cosa que nosotros ―cuando digo «nosotros» digo los blaugrana, por si hay alguna duda― llevamos tiempo haciendo, al tiempo que se nos apaga un poco la luz del gol. De cinco (aunque sea marcando cinco) es imposible ganarle cinco al Madrid. Pero con menos de cuatro no nos conformamos. Con la derrota en el Bernabeu ya contamos, hasta sería posible salir como el Mágala (mi amigo de Málaga la llama Mágala, aunque él es de Úbeda y no la llama Bóveda) y entregar la cuchara, cosa que no sucederá por pundonor culé. Pero incluso con esa derrota hipotética la Liga es nuestra. No se escapa. Dani, el mayor madridista que conozco, y que por fin respeta mi condición de azulgrana, ya está avisado. La Liga la perdieron en Pamplona.
El resto… no es precisamente silencio, que diría Eliot. El resto es ruido y es furia, que diría Faulkner. (No «sonido»: ruido.) Y criterio, y toque. Y recuperación urgente de Puyol, que sin Abidal vamos «aviaos», ahora que estaba como un cohete. Por mí, el choque, el encuentro, contra ellos cuanto antes. Ojalá el sorteo de mañana reparta suerte. Y el de pasado es lo de menos.

miércoles, 16 de marzo de 2011

A Day in a Life


Seguramente es buena hora de escribir poesía, hora tan mala como todas. Buen momento para comprar una moto mediana si es barata, y salir más de casa, aunque acabe siendo mala. Día perfecto para acabar con los extrañamientos imperfectos. Una moto que no alcanza los cien, una moto con cuerpo entre las piernas, nunca he tenido una de ésas, y eso que soñé con ellas. Amanecer ideal, gordas naranjas por el cielo de Levante y el desastre de Japón no tan lejos. Hora de divagar, desvíos en el camino, alcorces que tomar. Radiactividad queda en la comarca, ahí está Palomares, a menor escala que Fukushima, ahí al lado. Pero los tomates están bien ricos a pesar de las partículas envenenadas. Y ayer corté una rama de mimosa, que aquí llaman acacia, en flor, en los rededores de una gasolinera en Villaricos, no sin antes pedir permiso, que me dieron.
         Entre ladrones de coral y eslabones en Somalia, más la edad de los prodigios, además de una moto de segunda mano, matrícula curiosa, 4242, y JR, les compro un coche a mis hijos, sin saber todavía cuál. A ella le gusta pequeño y blanco, y él lo quiere grande, como el de su madre. Incluso del mismo color champán, como si necesitase virilmente rivalizar con ella. Y aún he de rematar Ebrio de enfermedad.
         Antes de las ocho de la mañana hay que bajar un poco la persiana, que casca Lorenzo que no veas, ya iba siendo hora, aunque sea mala. El Inter de Samuel, Eto’o, le dio un baño al Bayern eterno, y van dos. Los azulgrana lo echamos de menos aunque de sus triunfos nos alegremos. Con un gol de Samuel lloró Samuel la última vez. Hace años ya.
         Sobre la traducción ―this is a non-sequitur― ya sé que digo poco, pero es que poco hay que decir. Little is left to tell, diría Samuel… Beckett. El carpintero tampoco habla de carpintería, ni el albañil de ladrillos. Poco queda por decir. Mucho queda por hacer. ¿Hora de escribir poemas? I do not think so. Y en cambio me puede una pulsión interna que me lleva a componer un poema y una obligación que me impone comprar una moto mediana, un buen coche.
         Hoy, un poema y otras treinta páginas. Acaba de empezar el día con naranjas en el cielo.

sábado, 12 de marzo de 2011

Topografía

Ayer en Turre pregunté a mis amigos almerienses si saben lo que es dar el turre, o dar la turrada. No tenían ni idea. Localismo al canto, pues. Y me temo que muy datado, porque yo hace años que no he vuelto a oír «no me des el turre», o «vaya turrada». Pero el indio en que comimos era fenomenal, y eso que el día distó mucho de ser almeriense. Más bien fue un día irlandés, que era de lo que se trataba, si estábamos celebrando el fin de la traducción de Sueño con mujeres que ni fu ni fa. Estábamos en un indio donde se come de maravilla, el Taj.
Beckett habría estado de acuerdo con Dylan, el que oí a la vuelta, bajo la lluvia, en medio de la bruma: «I swear I’m not gonna touch another woman for years».

Otra vez Petisme:

Hemos temblado de ternura
en el silencio de los bosques,
y recogido en la basura
las Rosas de la Noche.
Nos hemos muerto tantas veces
por esos cuerpos y esas calles,
y ahora el tiempo nos convence:
no somos inmortales.

La frecuencia con la que me veo de pronto en sitios donde no estoy me alarma a veces, porque estoy: estoy aquí y de pronto estoy en la plazoleta de la carrera de San Jerónimo, o en la calle Tafalla a las nueve menos diez, y en la Vuelta del Castillo a todas horas, por supuesto, o en el estanque de la Media Luna lleno de percas anaranjadas un domingo por la tarde, y en sitios inconfesables, pero tan elementales como la Plaza Real, la calle de Santa Emilia, el Borne en patines, el pasadizo de la Jacoba, la Cruz del Rayo, la calle Amparo, la calle Descalzos, el Antiguo en Sanse. En la Alameda, sea Málaga o Santiago, me veo pasear con distintísimas compañías, claro. «You fill me up with nothing but self-doubt. Some day babe, you aint gonna worry for me anymore.» La calle Roncesvalles, una discusión terminada en un beso. Y calles de París, y Hyde Park aquella mañana cruda de enero, y calles sin nombre en Venecia. Y la calle de la peluquera de San José. Y una plaza en Teruel, la del Torico, una noche, y dos curas y seis editores y un vestido de plata. Chasca la lengua al comienzo de «Nettie More». ¿Es que no tengo ningunas ganas de estar donde estoy estando bien dentro de mi piel donde estoy?
Mi asistenta me enseña una superstición preciosa para encontrar cosas perdidas: se trata de anudar el cabo de un pañuelo y metérselo en el bolsillo. Funciona. Tenía extraviado el cable del escáner, anudo la punta de un trapo, me lo meto en el bolsillo del pijama y el cable aparece como por ensalmo. Mi abuela rezaba a San Antonio.
Más sitios en donde estoy mientras tanto: la calle Argumosa, «my happiness is gone and the river’s on the rise». El hotel Inglaterra, en una perpendicular a Echegaray que no sé cómo se llama ahora, si es que no es Echegaray. El río Aguas, aquí mismo, ni siquiera cuando llueve lleva lo que dice. Si sigue lloviendo, se romperá el dique. Seco como el tabaco va el cauce de ese río. Hendaya, donde no cabe un alfiler una tarde de verano, o en invierno, donde tomamos cafés. La playa de Prellezo y las piernas moradas, o más azules que el bañador. Soria siempre. Segovia nunca. Las gafas perdidas en Elche. Córdoba, lejana. Y más sola que yo, que ya es decir. El Cabo San Vicente y la amarillez hepatítica. Muxía, con a pedra dos cadrises y a pedra d’abalar. Laxe decepcionante, insulso. En Turre me sugieren que, teniendo un apellido que responde a una localidad, a lo mejor soy judío. Vaya turre me dan en Turre con esta historia, que puede ser verdad, pero es la primera vez que la he oído, y mi abuela Lage de judía tenía poca pinta, quiero decir que tenía poca pinta de alubia pinta, pero quién sabe. La sierra de Leyre una helada noche en pleno verano de calor. El bosque de las setas en Ulzama. Una merienda en Burdeos. Cala Rajá, más gafas perdidas. Y halladas en el mar. El paseo hasta la torre vigía de la Vela Blanca, vista luego desde el mar, en velero. El Guggenheim con una furgona prestada y mucha prisa, viendo una expo magistral de Kiefer.
«Love takes such a long time to die.» El luto, como dice uno de mis amigos en el pueblo, se lleva hasta que el corazón quiera. Acaba de estar aquí, y es sabio.
Más sitios: Udabe. El despiste de la calle Orense. La esquina de Mayor con Eslava, ¿cuántas veces? Los jardines de la Taconera. La calle San Agustín, enfrente de la campana de la iglesia. El final de la calle Arrieta, en otros jardines. La avenida de San Ignacio, joder con los santos santificados. Cosme y Damián ahora. Y la calle San Huesa, que sería el santo de la fosa, ¿lo es? Más la Plaza de la Cruz. La que lleva encima cada cual, como lleva cada cual a su dios. Y su olvido, con todos los sitios que olvido, incluido el sitio, el asedio, el cerco.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Una despedida

O un intento de sanación, una sesión de quimio desquiciada, una terapia irritante, un emético. Va a ser más bien una banda sonora. Y una señora banda.
Tiene la música de bueno que ya no hace falta tenerla para oírla, porque suena ella sola en la bóveda craneal de la memoria intacta. Así, «Nobody called. Nobody came». Resulta, indagación previa, que es el final de «A Dream», en Songs for Drella, aunque pensé en principio que era de un tema de Magic & Loss. Por tanto, no es sólo  de Lou Reed, sino de Reed y John Cale.
Y luego resulta que sí que vino alguien, llamó alguien, no «the Girl from the Red River Shore», claro, sino un vecino que me aprecia, al que aprecio, acompañado por su cuñado, que destila sabias palabras. El aprecio y el respeto son mutuos, pero a partir de hoy son mayores ―más que palabras mayores― entre los gitanos y un payo.
Todo el día llevo pensando en el inmenso Petisme de Cierzo, discazo de tiempos muy felices, cantado a coro en el coche. («No levantes tanto el vuelo, palomica…») Contiene una versión de «Azurro» (Paolo Conte) que pa qué los peces voladores de colores. Llevo toda la tarde oyéndolo de memoria, sin haberlo puesto. Y oyendo a Paco Rabal citar a Goya: «Antes loco con todos que cuerdo a solas». Lo bueno de lo malo de lo malo de lo bueno es que nunca he estado muy de acuerdo. Y toda la tarde llevo oyendo el disco más invernal y más duro que conozco, "Heaven Up Here". Una vez al año lo oigo, y van para treinta. Pero con éste me castigo de verdad de noche. Con un bálsamo me castigo. La noche es de verdad.
Oía las canciones de Petisme comiéndome un gallopedro en pleno vendaval y con oleaje batido, nunca imaginé que el Mediterráneo pudiera ser tan cantábrico, pero con este levante… Con este levantazo se me mezclaban las canciones comiendo y traduciendo para que los guiris se ubicasen, y a mis amigos de La Barca, mi familia del pueblo, les resultara más fácil entenderse y tratar bien a la clientela, y de pronto sonaba en el lóbulo occipital otra canción: «You were my first love and you will be my last». Y era como si los peces me dieran coletazos, los últimos del invierno, en toda la cara.
Pero estaba en Petisme, que el levante mucho tiene que ver con el cierzo.
Así,

Cielo de nubes veloces
empujadas por el viento.
Flores de humo y silencio
cabalgando por el cielo.
Ejército de algodones,
cine de locos y homeless.
Tengo miedo de esas nubes
que cubren el horizonte.
Preferiría morirme en tus brazos
que hacerme a la idea de vivir sin ti,
preferiría esperar el infarto
que hacerme a la idea de vivir sin ti.
Me emborracho de alcoholes
asomado a los balcones
Como si huyésemos de algo
así vamos por la vida

Y no sé si era «Cuchillos y palabras» o más bien «Nubes veloces». Lo que sí voy sabiendo es que otra cosa no hago, aparte de esperar el infarto, cuando las camisas tendidas están a punto de salir volando como peces y casca un vendaval poco normal, y me paso la mañana trabajando a destajo, y me preocupa que las vecinillas se pasen el día sin escolarizar todo el día, repetición intencionada, porque no es la primera vez, por estar enfermas, pienso, pero no, a juzgar por el anda jaleo jaleo, y El diario de Edith, que voy terminando contrarreloj y es un puñetazo en toda la cabeza, como quiso Kafka que fuese una obra maestra, a pesar del naturalismo (y de ciertas imprecisiones en la cronología interna), es que las canciones de aquel disco feliz de Petisme son de una tristeza infinita, y que no se consuela a un moribundo que además exhibe sus impudicias, y que eres una lengua que he olvidado, aunque bien la conocí, y yo una lengua que no quieres hablar con nadie.
         Véase la letra de «Dreamin’ of You».

domingo, 6 de marzo de 2011

Poema nº 453

(Para abrir boca, o semana, sin que sirva de precedente ni sea improcedente, y pidiendo disculpas a los amigos malaguistas porque los roijillos marcasen tan a deshora, ¡y encima tras trece meses sin ganar fuera de casa!, vaya un poema dominical, uno de tantos centenares como se van acumulando otra vez en los bolsillos, escrito con el viento recio y seco en la espalda. Por eso debe de ser de arte menor: creo que es el primero de todos los casi quinientos en que no va ni un solo endecasílabo. Claro que, como mi Profesor, yo nunca he fumado un solo cigarrillo.)


Ni convulsión ni temblor,
ni tembleque ni espasmo
(podría haber puesto otra cosa,
pero ni por asomo
sería el caso
si de veras es cosa).
Su afecto estimo
(podría haber puesto timo,
pero habría sido estafa,
o desatino
o piltrafa).
A su esperanza aspiro
cuando me las piro
a bordo de mi barcaza.
Su pavor, mi miedo.
Su desdén, mi amor.
Su amar, mi mar.
El pesar se hace mayor
(podría haber puesto la calma,
el sosiego o la templanza)
a medida que menguo yo.

jueves, 3 de marzo de 2011

El frío


A María, my dear
Va a hacer un frío que se caerán de los cables los vencejos. Lejos de que aumente la temperatura aumentan los precios. Y los pájaros tiesos. Se acerca el día en que ya no importó que estuviera vivo o muerto. Me acuerdo de pronto de aquella desorientación enorme en Bravo Murillo, y de que alguien creyó verme en otra esquina de la ciudad al mismo tiempo cuando yo estaba en una boca de metro. No sabía si entrar o salir o quedarme quieto en el asombro de mi desconcierto.
Tan desnortado anduve que acabé en el sur.
         En fin. Va a hacer un año de todo aquello. En el fondo el fin había sido antes. No mucho, pero antes, y confirmado después. Después, ya nada. Después, los paquetes de Marlboro que no duran nada, y hacer de transportista para la casera, por cuyas manos y las mías pasan billetes de piedra, y dejarse crecer la barba, y conocer a gente rara. Ahora que marzo marcea es de ver que llegará el día en que mayo mallee, y llegará el día en que etc. Llora el vecinillo de madrugada. Los pájaros se han callado de golpe en seco. Y debe de nevar en el interior de la península, claro que sí, faltaría. Faltaría un centímetro en una falda si no nevase ahora y no hiciera un frío que se caen los vencejos de los cables.
         De aquel día me acordé con el gesto de Pellegrini, don Manuel, ante el soberbio Mourinho, José, sin don. No lo tiene. No se lo doy. Mala amiga la soberbia donde buena la humildad. Buena amiga Málaga. Donde Juan fue One, yo voy siendo My Call, o My Cold, si soy Michael. El invento no es mío, sino de María, o My Dear. Que suena casi igual. Pero sigo siendo Me Well.
         Va a hacer un frío que pa qué los vencejos. ¿A quién van a ganar?

martes, 1 de marzo de 2011

Albor

Un ruido lejano llega del puerto.
No ocluye mis negros pensamientos.
Con negras pesadillas me despierto,
el alba da al dolor un color más cierto.

Así amanezco, antes que amanezca, con endecasílabos antes de hacer a tientas el té. Así me acuesto, con octosílabos de ensueño que luego no reproduciré. Es marzo tempranero y frío. Me debato entre la pulsión de continuar el poema y la obligación de ponerme a producir sin haber leído una noticia. A punto de terminar tres libros ―Ebrio de enfermedad, Sueño con mujeres que ni fu ni fa, El diario de Edith: Broyard, Beckett, Highsmith, o Anatole, Samuel, Patricia― y sin entender por qué se me han acumulado los tres finales, dudo si rematar o empezar. La pesadilla es vivísima: Barcelona, un hotel muy raro, transporte público, mi padre, una señora mayor, una hoja de reclamaciones. Me digo: ¿tiene continuación el poema? Me pongo otro polar por encima del polar. Amontonamiento de polares, de poemas, de finales.
         Chufla la espita de la kettle. Se posa el té. Ando con unos mocos que se me caen al suelo. En realidad no ando. Podría recrearme en esos versos, pero prefiero dejarlos como están: el ruido ha cesado, la pesadilla es olvido, no amanece aún, el dolor no desaparece. No me apetece ser ni críptico ni claro. Ni abrasarme la boca con el té  ni aliviarme la sed.
         Pienso en los correos que he de escribir, ahora que veo los recibidos ayer y pienso en los no contestados ―la gente escribe de noche, pero de noche yo duermo―, de agradecimiento unos, de obligación otros, y oigo pasar un coche de otro madrugador que seguro que va sorbiéndose los mocos. Me rondan las mientes las tareas pendientes. Parece parado el reloj. Fumo más pronto de lo previsto. Prendo otra luz. Hago un zumo de mandarinas, las últimas del invierno, seguro fijo. Pasa otro coche, un diésel renqueante. El zumo, ni fu ni fa, ma.
         Tengo de pronto en la memoria la estantería del pasillo de una casa en la que no vivo. El estante más alto, donde están los Nabokov criando polvo. Y la sal en la cara. Debería afeitarme esta barba zarrapastrosa, pero creo que no lo haré. Los veo dormir todavía dos horas. El té me escalda el paladar. La lengua está en mis dedos. Toso. No despunta el día. Parece que anocheciera ahora y el silencio es completo.

Addenda:
Para pasmo de propios y extraños, ahora que ya no creo ni por el forro en las coincidencias, traduciendo a Patricia Highsmith aún antes de las nueve de la mañana, me encuentro con que Edith, en su diario, copia un poema. El capítulo 18 de El diario de Edith empieza así:

El 6 de mayo, Edith copió en el diario un poema que había escrito esa mañana, aún en la cama, al alba, con el lápiz, en la libreta que tenía en la mesilla.

Al alba, tras haber muerto yo horas antes,
entró la luz del sol como siempre a las siete en punto
entre estos árboles que bien conozco.
Reventará el verdor, las sombras verde oscuro darán paso
al cruel y benigno sol, al sol indiferente.
Indiferentes seguirán los árboles en mi jardín,
sin llorar por mí la mañana en que yo muera.
Iguales que siempre, las raíces sedientas,
los árboles descansarán al alba, sin que los meza la         [brisa,
ciegos y desatentos,
los árboles que tan bien conocí,
y tanto cuidé.

miércoles, 23 de febrero de 2011

F, 24

Me levanto al día siguiente del día después y me acuerdo de que hoy, treinta años y un día hace, me enteré del golpe de Estado estando con los 7 magníficos después de dar clase a unos niños en la calle Tudela, en el bar Bel Din, esquina antigua estación de autobuses. Todavía existe. Los 7, incluyéndome, éramos Marisol Armendáriz, que seguro que en aquella noche incierta bajó caminando a la Chantrea, por la cuesta de Labrit, muerta de miedo; Matías Múgica, que seguro acompañó a Asun Lasaosa a la calle Arrieta antes de subir por Carlos III a Conde Rodezno, tan tranquilo; Fede Bravo, que aquella noche de martes no estaba, pero era, con su madre en la zona humilde de San Juan; Sofía Tros, que estuvo fijo aquella tarde; Ana Torrent, que se vino caminando conmigo por una Avenida del Ejército desierta, vaya nombre de calle para caminar una noche como la de aquel día, ni los Beatles habrían soñado título mejor, para llegar juntos a la Vuelta del Castillo.
Desconozco qué vio Ana al llegar a su casa, Travesía de la Vuelta del Castillo, 1. Yo la dejé en el portal. Su padre era militar. Yo vi al mío, Vuelta del Castillo, 11, pegado a la tele y lo vi amedrentado. Me fui a la cama despreocupado, seguro de que no iba a pasar nada, seguramente fanfarrón de sobra. Por fortuna la fortuna estuvo conmigo y el miedo todavía no se sabe cómo no cundió. No pasó nada, pero pudo pasar de todo.
Me levanto y me encuentro con que treinta años y un día después de aquella noche aparece censurado un artículo mío en el Centro Virtual Cervantes, pero al menos aparece consensuado, en el que me meto con el catolicismo y con el protestantismo y con Buenos Aires, haciendo gala de cierta erudición, a gala uno la tiene, mi Buenos Aires querido.
Me levanto antes que amanezca y me acuerdo de aquella noche de ayer y me acuerdo de la canción de los Clash, “The Magnificent Seven”, que no voy a reproducir aquí, para eso está Internet.
Hay algo extraño en todo el recuerdo: no me acuerdo de mis hermanos, no sé si los tengo, si estuvieron.
Me acuerdo de que en el Bel Din servían unos fritos de pimiento cojonudos. Me acuerdo de que nunca he vuelto a ese bar, quitando una vez que no me quedó más remedio y oí “One Love”, de U2, y me morí de la tristeza.
Me acuerdo del frío seco de aquella noche de febrero, que nada tiene que ver con este amanecer seco de febrero. Y sale el sol de la infancia.
Me acuerdo de que no fue para tanto la cosa.

sábado, 19 de febrero de 2011

Sale y se pone el sol

Una de las cosas que me gustaban de la casa en la que viví años, no sé cuántos, con mi hijo pequeño y con su madre ―pero no era ni de lejos la que más me gustaba, quiero decir la cosa, no la casa, ni menos ella― era que mirando por cualquiera de las cuatro ventanas que daban a la calle no se apreciaba en la manzana de enfrente el menor síntoma de habitación humana. Y en el patio tampoco, salvo el flamear de la ropa tendida los muchos días de mucho viento.
Enfrente había, y hay, un colegio cinematográfico, Secretos del corazón, y cero de señales de vecindario. Es un colegio en cuyo salón de actos de niño vi, por ejemplo, a Steve MacQueen huyendo en moto por los campos de Alemania en La gran evasión. Al final lo ametrallaban, claro, al menos en mi memoria. Pero a diario mirabas aquellas paredes, aquellas ventanas de aquellas aulas, y no había vida ninguna. Lo cual me sentaba bien: después de vivir tres años en una concurridísima plaza de Barcelona me juré que no quería, sin salir siquiera a la ventana, apreciar señales de las vidas ajenas sin quererlo yo, tener la vida ajena metida hasta la cocina de casa a todas horas. Aquella casa de Barcelona era placeloteramente invisible, ruidosa, gélida.


         Aquí en cambio la cosa es un ten con ten (que no es ni de lejos un fu ni fa, no vayamos a joderla): la vida ajena (iba a escribir la viuda ajena, pero en este caso sería propia, siempre y cuando hubiera muerto yo, cosa que tal vez haya ocurrido sin que nadie haya reparado en ella, y menos que nadie yo, y sonara el timbre para volver del recreo y no pudiera yo mover una mano para apagar el despertador) no invade la vida de uno si no quiere uno que tal invasión se produzca, pero palpita en todo momento ahí mismo, los tendederos que se renuevan a ras de calle cada día, las canciones populares tarareadas, las bolsas de plástico volando a la altura del tercero, la vecina que pasa a pedir un cigarro, vecino, abriendo mucho la a y la e, la vida tranquila de barrio humilde, sin ruidos ni histrionismo, con un latido colectivo del que uno, cáspita, va formando parte, quién te lo iba a decir, y que si abres el balcón, ya va siendo hora, se transforma de forma sistólica y diastólica en conversaciones indiscernibles, con inflexiones vocales rarísimas y un contenido que en el fondo no me hace falta conocer para conocerlo del todo.
         In the meantime: entretanto: en el tiempo despreciable: en la mezquindad del tiempo, en la basura de los minutos que se nos escapan de los dedos como el agua que corre y ya no nos moja, espero con fruición la excursión de mañana, a ver cómo ando yo de pulmones y de espalda, a la que me invitan los amigos de aquí al lado, la espero con un punto de ansia, como quien va a subir un 3.000 por primera vez en su vida, y eso que no llegaremos a un 300. Y veo ponerse el sol, a mi espalda, momento que me enoja cada día más, al contrario que su hermano gemelo: he de reconocer que cada día me reconforta más el alba, con ese punto que tiene de amanecer y destello y esperanza, los amaneceres rojos encendidos de mi mar ahí enfrente, que no me pierdo ni un solo día. Al menos ha parado el viento de dar la lata, y con un cigarrillo ―y bufanda cordobesa― se puede mirar tierra dentro, dando la espalda al mar, para ver cómo se está poniendo, por fin, que es como empieza la primera novela de Conrad, La locura de Almayer, cuando la hija le dice a la madre: «Por fin se está poniendo». ¿O le decía más bien «Por fin se ha puesto?».

jueves, 17 de febrero de 2011

Ay, que todo termine


Como este febrerillo va rácano de entradas, hoy taza y media. Me encuentro ésta, que le regalé el 3 de enero a Javi Moro, librero a su pesar, para su blog, para ir poniendo fin a su colaboración en la radio, donde hacía una de esas tareas calladas y amables en su severidad, necesarias en el fango del mundo en que nos movemos. La rescato para este blog apagadillo, como suele ser febrero. Y así seguimos en el universo Beckett, que es el universo a secas.

Que nada es para siempre es una de las cosas que sabemos desde niños, desde que suena el timbre que avisa del final del recreo, y es una de las cosas que nunca terminamos de saber. Esta mañana, mientras pensaba que mi amigo Javi Morote ―librero encomiable, lector empedernido, amigo de pedernal― me pide unas palabras con las que poner remate a su blog de comentarista radiofónico, mientras le oía hablar de una traducción mía sin decir que es mía ―bien hecho: ni falta que hace―, y hablar bien del libro, con la dosis justa de entusiasmo, y mientras me acordaba del libro, La biblioteca de los sueños rotos, me ha salido este párrafo en una traducción que estoy terminando, un libro de Kathleen Rooney que se titulará Desnuda y pronto publicará Turner, y que encontré el verano antepasado en Cambridge, Massachussets, cuando iba de paseo con mi hermana Ana, seguro de que no iba a comprar ni un solo libro, y salí con una docena., aunque éste, firmado, fue el que desatascó el desagüe. La chica en cuestión desgrana sus experiencias de modelo de artista, siempre desnuda, para pintores, dibujantes, fotógrafos, clases, grupos, etc.:

«Desnuda y más o menos anónima, más o menos cosificada, yo había acumulado una curiosa autoridad. Y aun cuando estaba desvestida (teóricamente expuesta, vulnerable) y el fotógrafo seguía vestido (teóricamente dominante, invencible), a menudo me sentía como si fuera yo la que estaba al mando. Pensando de esta manera casi llegué a disfrutar de la situación. A la sazón, fue más que suficiente, y es que todas las cosas ―buenas, malas y regulares, estrafalarias o no― han de terminar.»

Oh all to end, dice Beckett en A vueltas quietas. «Ay, que todo termine», en mi traducción ―que ahora cumple ya once años, ahí es nada―, y quienes me conocen saben que esa coma la llevo en mi haber como una cruz de madera de pino, sin saber aún si tuve o no tuve que ponerla, si la puse sin querer, si quise ponerla, y en mi debe pesa como una cruz de plomo. No queda claro ―pero la anfibología es un arte― si Beckett se alegra de que todo termine y desea que todo termine o si le duele que termine todo.
Ahora termina el año. Para mi amigo Javi termina un tiempo de gozo en el programa de radio en el que ha colaborado semana tras semana, año tras año, con su sufrimiento, movilizando a lectores remolones con sus sabias recomendaciones. Y no termina porque él haya querido, sino porque todo termina alguna vez. Allá quien así lo haya querido, eso es cosa suya.
Lo sabemos desde niños, pero todo fin es más doloroso que el primer parto, que en sí mismo es un fin (el fin de un embarazo, de una vida intrauterina, etc.) «En mi principio está mi fin», dijo Eliot en alguno de los Cuatro cuartetos, creo que es «East Coker». Y eso sí que lo sabemos todos desde niños: lo que hay que meterse en la cabeza es que en mi fin está mi principio.
El programa de Javi, en la SER, matrícula de Navarra, ha sido una gozada de seguir. Está on-line. Es pasado. El futuro empieza ahora, empieza en este día por ejemplo de nubes veloces. Pero nuestra amistad dista mucho de haber concluido. To be continued...