lunes, 13 de diciembre de 2010

La bufanda


La bufanda que siempre quise tener me la regaló ayer ―usada― un catedrático de derecho penal (de la Universidad de Córdoba, lejana y sola, igual que es Jaén un niño en el regazo de su madre, "envuelto en cendales de leche y bruma") que circula en moto grande y voluptuosa y es la generosidad grande en persona, sólo porque le dije: llevas la bufanda que siempre quise tener. Verde y azul. No la pierdo ni en Venecia ni en París, ni en Jaén, ni en Córdoba. Al mismo tiempo, me dan definitivamente con la puerta en la narices y coloco por gentileza de un amigo bibliotecario de Barañáin media biblioteca, la de no usar ya ―que tiene uso para otros, fijo como un móvil―, en la Biblioteca General de Navarra, plazuela de San Francisco, a la vuelta de la calle Nueva, aunque yo siempre llegaba por Mayor y Eslava, cuando estudiaba allí con la idiota de mi primera novia, que no fue la primera, y era idiota de remate. La primera fue, mucho después, mi mejor mujer. Y es lista como ella sola.
Vienen fechas señaladas. La puta Navidad es como la regla en la mujer. Viene. Y te la comes o no, pero viene siempre igual. Y te la comes. Como dice bien Carlos P., cuando toca, toca. Y hay que hacerlo, camarada. Lo noble es hacerlo y encima sin por qué y sin fumar. O acaso sea lo más innoble. Lo más sensato es callar.
El problema de espalda y las bombillas que se funden solas cuando enciendo el escáner y que no me acuerdo de comprar en el súper, si las hay, se acrecienta con esto del no fumar. He tirado el mechero al mar. Algún buzo fumador lo sacará del fango dentro de cien años. Y mi novia, mi mujer, la que me regaló el mechero que era infinitamente más que un mechero, seguramente buceará con él. Suenan como cada noche las trompetas de los ensayos de la puta Semana Santa. O sea: es Navidad.
Alan Munton, a principio de este año, me recordaba lo que es el mechero, una alianza de hierro tosco y humilde, como el anillo que exhibe no me acuerdo qué personaje de Shakespeare en Love's Labours Lost.
Bufanda, biblioteca, mujer, mechero, inquina, trabajo, afecto: hay cosas en esta vida que no tienen ni pies ni cabeza. Pasan cuando no deberían pasar. Mejor no entender. Mejor aceptar. Mejor aprender, que el día mejor se hace corto, y no es largo el hilo con que te atan. Los planes están para cambiarlos. A Enrique Morente se lo lleva por delante, en apariencia, un error ―humano― de un cirujano llamado Enrique Moreno. Lo bueno de ir a mi ciudad natal ―¿he dicho volver?, apud Joe Jackson― es que podré recoger Omega y volver a oírlo. Discazo. En mi memoria, Morente canta a Lorca con Lagartija Nick. Leo en prensa que la humildad que sólo tienen los genios era una cualidad que adornaba al cantaor granaíno. Los genios no son humildes. Son genios. Y a veces son humildes. Podré recoger Omega si puedo entrar en la casa del padre, claro.
He visto que las cajeras del súper me miran mejor con mi bufanda nueva. Mientras levanto las botellas de Vichy para ponerlas  en la cinta me da un tirón dorsal que no veas. Me muero de las ganas de fumar. (Me muero de la risa no es lo mismo que me muero de risa, nota para académicos.) Y pienso que si ahora, con mi bufanda nueva, entrase por Mayor desde la Taconera ―los Jardines, llamaba mi ex suegro al parque, ¿o decía el jardín y yo ya no me acuerdo, echándolo de menos?, y en ese parque estuvo más de una vez con mi hijo, ahora que busco con desespero a mi otro hijo y que el ex suegro de mi otra mujer no me quiere ver ni en pintura―, no estaría nada mal sentarse un rato en la Biblioteca General ―un poco militar es el nombre, sólo los militares generalizan― y pedir que me sirvieran uno de los libros cedidos por cortesía de Adela González. Una primera de Cien años de soledad. O varias de Onetti subrayadas y leídas en Puentedeume. O de Rayuela. O Conversación en la catedral. O los libros de lingüística, los Coseriu y los Hjemlslev. O una primera de Gamoneda. O alguna otras joyas, o cualquier cosa que ya no sea mía. Y que nunca pudo serlo, como el cariño. Como el humo que se te mete en los ojos. Como las mejores bufandas que se puedan soñar. Azules y verdes.

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