domingo, 31 de octubre de 2010

All Souls

Cambia la hora y cambia el tiempo y es el viento el que toca la armónica en las grúas, las campanas de extracción y los tendederos, a la hora en que cambia la hora y cambia el tiempo y es el viento.
         Sólo es una hora. Luego amanece distinto y todo es igual. Noticias confusas del norte del mundo, del enfermo de Asturias y de los sanos de Cantabria ―tan cabrona, más que cantabrona― y de una Pamplona callada y de un Vermont embriagado de enfermedades. Enfermedad sureña sin cambios. Todavía queda un ruido que no sé qué es. Enfados varios que no valen la pena, tanto fracasar mejor para cobrar peor, por noticias nimias. Descubro en la puerta del súper ―he entrado a ver un rato de fútbol con la compra recién hecha― un bar tan anti-madridista como yo, y eso que el Madrid lo borda sin hilo. Luego, el Barça ―la pescatera del súper es tan del Barça que lleva un reloj tamaño televisión con el escudo del Barça― hace lo propio, aunque este año ser del Barça, ya lo decía ella, va a estar caro. Me emplaza en el mismo bar para ver el Barça-Madrid próximamente electoral, y viendo el rojo encendido con que se ha teñido el pelo ―«y espérate, que a lo mejor me pongo una mecha azul»―, sea en domingo o sea en lunes creo que no fallaré.
         Sopla el viento en la armónica de las grúas. Sopla un viento cardado. El día que te cuente de dónde viene a lo mejor lo entiendes todo, me susurra alguien al oído. Y es verdad que ha amanecido distinto, ha amanecido sin colores, con el viento de frente en sepia.
         Mientras, con un viento que ya quisiera la bolsa bailona de la basura en American Beauty, empieza mi particular semana de luto sin que termine la del dolor. No hay semana que termine sin que empiece otra, la redondura es así. Es lo que tienen los domingos antes de festivo. El día de los muertos, esa Hallowed Ween que tan sin sentido se celebra, que nada tiene de sagrado, hallowed, y que no es pequeña, ween. Entra rodando por la calle un espinarcardo, dos, del tamaño de un coche pequeño, y eso que no andamos del todo pegados al desierto, sino a la espalda, y en alto, y mirando al mar. Ya lo dice la vecina, que no es la vecina del flamenco, sino la del culo prieto: es que el aire… Y sale disparada como si no me hubiera visto. Va a ser eso: que me he venido a donde da la vuelta el aire, y eso que mi ex cuñada y mi ex a secas, tan navegantes ellas, lamentaban la confusión de viento por aire, que a mí siempre me ha gustado, porque es natural si el viento es aire en movimiento.
Parece poco probable que aquí se asiente la niebla de la que hablaba Auden: «Nuestra tierra es un lugar triste, / pero esta tregua especial, / tan sosegada y sin embargo tan festiva, / gracias, gracias, gracias, niebla». Aquí las gracias hay que dárselas al viento que abrillanta horas y desempaña amaneceres, por más que la cabeza tenga un sueño que el cuerpo no tiene, por más que tenga el cuerpo unas ganas de dormir que la cabeza ni a tiros.
Primero de noviembre. Tenía previsto ir a la playa de los Muertos, a cada cual sus tradiciones, pero iré a traducir otro poco de Beckett a casa de Jose, queden para mañana los muertos, seamos vivos, soñemos, despertemos. «Cada noche, los cristianos, / con los ojos muy abiertos / velan por no despertar / en el reino de los muertos.» Ya lo decía Juan Perro cantando la leyenda del Joraique por las sierras de Almería. En Sierra Cabrera hoy se agarra con dedos muy finos un amago de nube que seguramente será niebla por la parte de Sopalmo. Lo bueno de esta tierra está en desconocer sus vicios, sus muertos, sus vivos.
Pero la leyenda del Joraique sigue así, aunque así no termine:

El Joraique allá en Tetuán 
armó su negra goleta; 
ya llegó al Cabo de Gata 
ya no duerme un alma quieta.

martes, 26 de octubre de 2010

Día de perros

Éste es un trozo de un libro en curso, titulado Todos los días del año. Pour finir encore.

Aunque ni siquiera ahora nos vayamos a poner de acuerdo en cuál es el complejo vitamínico más aconsejable para ti y para mí y para ambos, y tú consumes e incluso distribuyes un producto que yo te compro y que luego te devuelvo porque me parece un burdo sucedáneo, un placebo sin valor nutricional, y tú me devuelves la pasta, que me parece una desproporción, y siga saturándome de fármacos que me amargan y, si no me fortalecen, al menos me van llevando de un día a otro, disfruto con la esgrima verbal de la diferencia y, o mucho me equivoco, o a ti te divierte más que nunca. Nos buscamos al menos en esos espacios intersticiales que fueron los primeros que perdimos, en la conversación amena, en la minucia de compartir tú trozos de tu vida conmigo, yo el yoyó de la escritura contigo. Y te digo, por ejemplo, mientras noto que te cuesta un congo no encender un cigarrillo, que si en algo se parece la escritura a la actividad amorosa es en que la puntería es un don, y quien la tiene juega con ventaja, y los que no pues hemos de acumular muchos dardos lanzados e incluso desperdiciados en apariencia para rondar un poco el centro de la diana, ir soltando bien el brazo, dejar de mirar el trasero de la camarera. Frente a tu finura al tensar el arco y soltar la flecha sólo puedo y quiero oponer mi torpe insistencia; al lado de tu destreza, he de conformarme con la esperanza: como la seducción en su día, como la obra de arte y el futuro mismo, es un ejercicio de la voluntad, lo cual no significa que tu puntería no lo sea.
            Me da entonces por imaginar que en estos retazos de un diálogo que a rachas sostienen el presente y lo vivido, como dos conocidos que hace tiempo no se ven y se cuentan simultáneamente sus andanzas, sin entablar por tanto una conversación propiamente dicha, pero sin perder ni ripio el uno de lo que el otro dice, el otro de lo que calla el uno, compruebo primero que no se usa, no se puede usar el pretérito perfecto en ninguna de las personas del verbo, al menos en su aspecto de acción acabada (más que perfecto, el pretérito es finito), y si se usa es para indicar lo que acaba de suceder; segundo, verifico, aunque sea con la niebla de lo soñado, que somos tú y yo los que siguen visibles en esas hilachas de bruma en las que se encuerdan las voces según las trae el viento. También descubro que hay sintagmas pronominales que no se pueden conjugar a la ligera: no puede decir «tu narcisismo» quien no haya dicho «mi narcisismo».
            Así pues, recojo parte de las consecuencias no de una ruptura, sino de una disolución que había comenzado a ser antes de ser al fin de todo, con todas sus consecuencias, que son éstas y aún serán otras. Te lo he oído decir. He tenido también la desgracia de contemplar el malestar que a los dos nos queda, aunque acaso sea la falta del bienestar que tuvimos y nos dimos mientras creímos que no se podían desanudar las cuerdas con que habíamos trenzado nuestro destino. El nudo no se cortó, no se tuvo que cortar: se aflojó como se suelta una amarra cuando el barco a cuyo timón navegabas no tuvo ya un porqué para fondear en mis orillas, que ya no te daban ni abrigo ni aliciente ni sombra ni nada. Es en el fondo bien simple: se suelta con amabilidad y sin roce el cabo y luego tu proa echa en falta mi ensenada, como echa en falta mi fondo enturbiado el roce de tu quilla. Me parece ver en la noche que desde lejos se hacen señas, como si el malestar que te llevas cuando aún dices que del todo no estás bien, como tampoco yo puedo estarlo, buscasen un reflejo, encontrasen un eco que la despedida confirma, o una oquedad que por siempre será nuestra, la falta del nosotros en la que cobijar nuestros dolores distintos.
Ya no tengo que acordarme de que en este ahora llevaré en el pecho durante años un peso imposible de aliviar, un ascua al rojo que no se apaga, pero me acuerdo sin obligación ni imposiciones de las nubes veloces que corrían haciéndole carantoñas a una luna gorda y baja, como un melón cantalupo que pudieras abrir para darme la mitad y vaciarlo a cucharadas. Es lo que intento.
Entre las cosas que voy teniendo cada vez por suerte más claras, y son bien pocas, hay una que de un tiempo a esta parte adquiere contornos tan precisos como impensables casi hasta anteayer, y es que no escribo porque quiero, sino porque no puedo estar ni ser sin escribir. Dudo mucho que se pueda aducir un pretexto así en descargo de este libro, caso de que necesite el libro alivio o disculpa, ojalá que no. Podría desde luego haberme ceñido al modus operandi con que toda la vida me había conformado, esto es, poner en fila a las hormigas casi siempre divergentes y en varios cuadernos a la vez, pero hace un año cometí la imprudencia de reunir, pulir, adelgazar y publicar los poemas que se habían ido dispersando a lo largo de los veinte años anteriores y, sobre todo, a lo largo de los doce bellos y convulsos años de convivencia con ella. (Ha aparecido por descuido el traductor: ahora, tú eres ella.) Al hacer públicos esos poemas dejan de pertenecerme: son ya de quien los lea, lo cual tiene por efecto que me sienta más ligero de equipaje. O aliviado, es verdad, gracias al peso que comparte. Por una parte, ya no estoy obligado a ser el mejor escritor inédito de mi generación, lo cual ha sido una anomalía vocacional que bien podría explicar, en parte, mi tardanza en estrenarme. Ahora me siento bien en la piel que corresponde a quien no es más que uno entre sus pares. Y, sin embargo, tengo la inquietante sensación de que todo este libro podría ser la tercera parte de un libro que no existirá, cuando en realidad seguramente sea que la sexta parte del libro anterior, tan breve y un poco huérfana, reclamaba más dedicación. Aquella sexta parte del libro anterior decía solamente así: «Sólo recuerda quien no tiene / exiliado de lo que fue».
Por otra parte, las reacciones de unos cuantos lectores, y ellos bien saben quiénes son, me ha resultado tan gratificantes que no tengo por qué ocultar que no sólo no me importaría volver a sentir esa gratitud por quien bien me lee, sino que además esa gratitud (el gesto de aplaudir a quien te aplaude) es sin duda la cifra inscrita al dorso de cuanto escribo. Persigo la ocasión de dar las gracias, cuando a diario procuro darlas de todo corazón. Creo que me explico, pero lo haré mejor copiando a los maestros:

Las más de las veces

 

Las más de las veces
suelo estar en lo que soy,
las más de las veces
sé tener los pies en tierra y luego ya no me voy,
sigo el camino, leo las señales,
no me suelo salir por más que vuelen puñales,
aguanto todo lo que salga al paso,
ya no me fijo en que ya no me hace caso,
las más de las veces.

Las más de las veces
bien lo entiendo,
las más de las veces
no lo cambiaría ni aun pudiendo,
todo lo encajo, aguanto lo mío,
manejo lo que hay aunque me pele de frío,
y ahora sobrevivo, ahora resisto
y ahora ya en ella ya no insisto
las más de las veces.

Las más de las veces
tengo la cabeza en su sitio,
las más de las veces
tengo fuerzas y no odio ni a Cristo.
No me hago ilusiones hasta ponerme malo,
no me asusta este lío aunque sea un palo
Sonrío al ver a los hombres y los ríos.
Ni siquiera recuerdo cómo son sus labios en los míos
las más de las veces.

Las más de las veces
ni siquiera pienso en ella,
no la reconocería ni aunque ahora la viera,
así de lejos me ha quedado.

Las más de las veces
ni siquiera del todo estoy seguro
de que alguna vez estuviera conmigo
o de que fuera yo su canguro.

Las más de las veces
me doy por contento,
Las más de las veces
sé muy bien de qué me sustento,
no me hago trampas, no huyo, no me escondo,
y menos de los sentimientos que llevo en lo más hondo,
No me rindo, ya no finjo,
igual me da ya no verla ni ser más el mismo
las más de las veces.

Lo realmente bueno de la canción es que es un monumento al autoengaño, tan necesario para ir tirando. Durante meses me consumía la pena al oírla y un buen día me vi reflejado en un escaparate, cantándola con una sonrisa en el pecho. He llegado a la conclusión, porque soy así de lento y de zopenco, de que Dylan ―reconozco que lo he oído por activa y por pasiva y por perifrástica mientras escribía este libro― es el genio de las canciones de desamor. Por eso me gusta cada vez más. Por eso, y porque yo también me voy engañando a ratos, ahora para bien todo lo que antes me engañaba yo solo para muy mal. Para ella, en cambio, la canción tiene algo que le recuerda al futuro, a cómo debería ser. Imagino que le recuerda al sabor que tendría que tener el futuro, y entonces le aclaro que no, que cuando Dylan dice «las más de las veces» no son ni de lejos todas las veces, sino que más bien es tan sólo a veces, e incluso muy pocas veces. «Las más de las veces» significa «casi nunca».
            Con lo cual quiero entender que la literatura tiene utilidad innegable para el que escribe y para el que lee, entre otras cosas porque uno escribe para ser leído y uno lee para leerse y todos necesitamos conocernos mejor, ésa es la tarea. Pero con aquel libro de poemas, como al traducir la letra de Dylan, también descubrí que la finalidad que se persigue al escribir, y al publicar, no siempre se consigue. También me acuerdo ahora del concierto de Dylan al que no fuimos juntos, el concierto en que hizo de bis «The Times They Are A Changin’», con la que tardé unos veinte segundos en saber qué tema estaba tocando, aunque el resto del aforo no lo supo hasta que había terminado: es un concierto al que sólo me acompañó ella, no fuimos juntos.
            Así que me abstengo de reproducir la traducción que tengo de «Man in the Long Black Coat», pero no de poner el final de la canción: «Ella nunca dijo nada, nada dejó escrito / Se marchó con el hombre / del largo y negro abrigo». Y acaso se entienda todo mejor con tres estrofas de «Mississippi», tomadas casi al azar:

Con toda mi elocuencia y sublimes pensamientos
No podré hacerte justicia con rima ni sentimiento
Sólo una cosa hice mal de veras
Me quedé en Mississippi más de la cuenta

En fin, mi barco está hecho trizas, se hunde que da gusto
Me ahogo en el veneno, sin pasado ni futuro
Pero no tengo el corazón cansado, sino libre y liviano
No tengo más que afecto por quienes conmigo navegaron

Nada tengo para ti, ni lo tuve antes
Para mí ya no tengo ni siquiera el sobrante
Me arde la cabeza, el dolor llueve a manta
Nada me puedes dar, nada me espanta

domingo, 24 de octubre de 2010

Estolatría

Llevaba parte del fin de semana viendo a la gente más fea, «y he perdido el sentido del tiempo» (dice Kiko Veneno, dice Dylan, «Esto puede ser el fin», aparcado por el blues de Memphis y sin poder salir) cuando me di cuenta de que «hell’s my wife’s hometown», que dice Dylan en ese disco de título esperanzador y estúpido, «Together Thru Life», comprado el verano pasado en Vermont, recomprado hace poco, regalado ya. En esa canción enojosa Dylan versionea a Willie Dixon de una manera que no sé si es ingeniosa, pero que a mí me enoja. No es lo mismo decir que el infierno es el pueblo de mi mujer que decir te quiero hacer el amor. O puede que sea lo mismo.
Pamplonesamente hablando es igual: llueve sobre piedras mojadas. Pamplonesamente el notición es que Armendáriz esté rodando otra vez en la esquina de Maristas. En la puerta de casa. Cuánto me alegro, otra vez Secretos del corazón revisited otra vez qué pesadez. Te lo cuentan con entusiasmo, como si fuese la pera, y tienes que entusiasmarte. Me entusiasmato con la novedad.
Esa esquina es Pamplona: un banco mirando a una tapia, un banco inútil, una tapia engorrosa. La esquina de la casa en la que vive mi mujer. El infierno, que diría Dylan, si no versionease a Willie Dixon. A los maestros hay que exigirles todo y más, por eso me enfada ―y no soy el único― el último Vila-Matas. Cuántas horas esperándola como un perro y mirando a la pared, a la puta tapia, Armendáriz pa qué. Armendáriz y mi mujer tienen un grado de complacencia urbana ―back my hometown, que diría Joe Jackson― que sólo se puede calificar de barcelonina, grandilocuente, trinitotoluena. Puajj.
Ahora que el oído deja de resentírseme, caigo en la cuenta, al ver la cama deshecha, de que hay un hueco entre el edredón hueco y el hueco de la oreja que es donde todos residimos. Es un hueco que debe de ser Pamplomo, con su punto de sangre y supuración en el kleenex de la almohada vacía de al lado. Otra huella de la ausencia ahora que llego al pueblo con controles de carretera ―este pueblo está maltratado por su etnia, para qué había que ir al norte teniendo esto, piensa el que ha vuelto con los de su etnia― y un sol que te alegra el cráneo, después de una tarde familiar, perdiendo ―no iba a ganar― al jugar a las familias.
A la doctora, anteayer, que dijo llamarse Adela, cuando me dijo qué le dije o me besas en la boca o me curas. Bien: ni lo uno ni lo otro, pero me habló en euskera. Nik euskaraz ez, le dije al tercer párrafo, y ella me estaba llenando el bolsillo de Nolotiles.
Mujeres, nombres, analgésicos: mi familia cercana me cuida mejor que toda esa esquina de Maristas del olvido muerto, del corazón secreto, de la tapia palurda. Vuelvo, paso controles, corazón esponjado. Juego a las familias y pierdo, natural. Conozco a las lectoras americanas y nos gustamos, lógico. Vuelvo al hogar.
Esto es la otitis, me dicen. Debe de ser. Salvo que sea latría de la oreja, que también podría ser. En catalán, sería una prueba.

sábado, 23 de octubre de 2010

Mejoría


Mejoro yo, o me lo parece, y el tiempo no empeora, pero será una humilde apreciación. Mejoría… mejor deje que me ría.
De repente arranca Collins, en su «El público desconocido», o arranco yo, o me desatranco de esta afección auricular, y el texto de Collins fluye con naturalidad. Es luminoso todavía hoy, a los 160 años de su indagación chocarrera: o no hemos cambiado mucho, cosa probable, o era muy sabio en sus predicciones, cosa no del todo improbable.
Esto de las traducciones maldita la gracia que tiene, porque ayer mismo, en pleno paroxismo del dolor otítico, y acordándome de Helio Oiticica, cineasta brasileiro al que debía de dolerle permanentemente un oído, mi ex me manda una alerta de Google, «que te gustará» (¿?), en la que un señor que tiene toda la pinta de ser de Murcia o tal vez de Tomelloso comenta las novelas de Benjamin Black y dice de pronto, no entro en la valoración de la coma sobrante ni en el tedioso empleo de los guiones de inciso sin ningún criterio, ni en la ausencia del guión que figura entre mi apellido, una orinalada como ésta: «Todo ello en un castellano, excelentemente cuidado por el traductor de sus novelas, Miguel Martínez Lage, lo que nos permite disfrutar de muchos – de todos no, supongo – de sus matices».
Debe de ser que el lector desconocido de las conocidas novelas se halla en inferioridad automática, asintomática y supositiva por el mero hecho de leer literatura traducida o «en traducción», como quiere Jordi Doce, extremadamente listo, utilizando un calco más bien desaconsejable. De ser cierta esta falsa impresión, al lector desconocido más le valdría circunscribirse a la prosa patria, y dejar en paz las extranjerizaciones que tanto le cautivan. Es algo semejante a lo que me pasó hace algunos años en Granada, una mañana, leyendo un ejemplar forrado con papel azul intenso de la librería Laie. Un novelista local y tapeador me arrancó el libro de las manos diciendo a ver qué lee éste, para responderse él solo: «Vaya, otro que lee en extranjero».
Estaba leyendo La piedra lunar, de Wikie Collins. Mejor dicho, The Moonstone. En mi cabeza lectora, esta novela que cito por su título original era la misma que él desconoce por su título traducido. Por cierto: está en puertas una nueva traducción de la mejor novela de Collins ―sí: es mejor que La mujer de blanco, y ya es decir―, que ha hecho para Alba mi amiga Catalina.
Pero mi doble competencia lingüística ―lengua de salida, lengua de llegada― y mi quehacer traductor me autorizan e incluso me invitan a leer en la lengua que me dé la gana y a verter con garantías aquello, escrito en una, que resuelvo poner en otra, y que siendo totalmente distinto será exactamente igual. Y esto es algo que el cojitranco elogio del lector obtuso, y la reprobación del lector obsoleto, siguen sin querer entender. Al señor de Murcia o de Tomelloso le puedo decir que ya está en la sala de máquinas otro Benjamin Black. Al hipócrita granaíno le puedo decir que siga leyendo la prosa patria, a ver si se esclarece un día de tanto nublado. También le puedo decir que cómo es posible que siendo escritor no publique ya más nada. A mi ex le puedo decir que todo lo aguanto, menos el desprecio.
A todos diré que si todo es lenguaje, cuidémoslo, como cuidamos todo lo que es afecto, y también las aflicciones.

jueves, 21 de octubre de 2010

La relatividad del frío

Tatuaje. Otitis serosa externa. Firmo un contrato a tres bandas, un contrato muy deseado, el del Beckett que voy haciendo con mi amigo Jose. Sueño con mujeres que ni fu ni fa, se va a titular en castellano. El título salió al arrimo de unas pintas de Guiness cuando hace un par de años Jose me invitó a Almería. Qué lejos todo. Tuvimos a una linda pelirroja por testigo de la ―creo que― feliz traducción hallada al calor de un bar. Dream of fair to middling women, dice el original. Siempre el salto categorial, como en Sueño con ríos y mares, por Dream of Rivers and Seas. Por el camino, Jose se entretiene oyendo a Dylan y a Santiago Auserón, «Ballad of a Thin Man».
Primer día de frío, dicen en el pueblo. Pueblo hoy desierto, de bares cerrados, sin almas grises. Pero al subir desde el puerto ―hoy no hay barco― se suda. Sesuda la que ni lee ni quiere leer. No he dicho tetuda, ojo, que también. Por el camino, la vecina me saluda con aire furtivo.
Me tatúo una mujer enorme en el brazo izquierdo, con su bikini azul. Más que mujer es una pin-up, pero ¿no lo son todas? A ésta así ya la llevo conmigo, puesto que ella conmigo no va. Puede que sea la que me jubile de todas las mujeres. Quiero decir que a lo mejor me llena de júbilo, no sé. Es pronto.
El tatuador, que es polaco, tarda horas en entender lo que quiero. Pero nos ponemos tangencialmente de acuerdo. Las cosas en la piel no son como quedan sobre el papel.
Persigo a Wilkie Collins en El público desconocido. Me está costando lo que no está escrito. Ni tatuado está.
Cosas raras. Leo ―of all the things― a don Mario Vargas Llosa, de cuya distinción reconozco que me alegro. Se lo merece con creces, como Miguel González del Campo cuando le metió un par de roscos, o tres, a Corea, en el Mundial de Italia, y se señalaba el nombre en la espalda. Lo de menos es que en su día arremetiese don Mario contra mi desgraciada traducción de Desgracia, a la que me juego una mano que ya le ha metido mano alguien para volver a hacerla mejor y fracasar igual y señalarse el nombre en la espalda. Lo leo en relación con esa maga de la palabra que era Isak Dinesen, un anacronismo andante al que sólo el paso del tiempo ha dado la razón. Dice el Nobel flamante que «una sociedad sin literatura, o en la que la literatura ha sido relegada, como ciertos vicios inconfesables, a los márgenes de la vida social y convertida poco menos que en un culto sectario, está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad». Lo dice a caballo de las distinciones de género, hablando de lectores y lectoras.
La sordera debe de ser muy buena amiga de la lectura, conjeturo. Pero el dolor de oído parece enemigo de todo, del flamenco de la vecina, de los ruidos de las motos, del cielo enturbiado. Sobre todo si es un dolor que se extiende occipitalmente hablando, aunque ahí es donde está la vista, creo. El dolor de oído se enemista con las bicicletas, con el estilo blog total. Con el silencio pasajero que de pronto se detiene en mí como si ya no pasara nada. Se enemista con las tonadillas silbadas a pleno pulmón. Con la imperiosa sensación de que después de morir esta noche un poco siempre quedan unos minutos con los que no sabrá uno qué hacer. Se encona con las palabras amigas de quien te aconseja que visites a un médico, cuando el médico y yo sabemos que no vamos a hacer nada que no haga esa cosa inapresable y veloz que es la vida, que nos va repasando por encima, por debajo, de frente y de perfil, dejándonos tatuajes en el alma y puertos sin barco. Y luego vendrán más años y nos harán más ciegos. Y aunque sea por la mañana se hace cada vez más tarde.

lunes, 18 de octubre de 2010

El arte de la improvisación

Llevo todo el día trabajando en un texto de mi amigo Wilkie Collins que me resulta, cosa rara, muy arduo. Será que ando bajo de forma, me digo. Forma parte de un librito compuesto por cuatro; los otros tres ya los tengo. Mi amiga Catalina dice que Collins es difícil y yo le digo no. Pero cuando Collins es difícil, lo es mucho. Y por eso gratifica.

La capacidad de improvisación sigue siendo un arma arrojadiza. A media tarde me escribe mi amigo Justo Navarro para decirme que tiene a última hora una lectura de poemas en la capital de la provincia, que me queda a 90 kms. No lo dudo. Me cambio mi vestimenta de pueblerino descuidado por algo más propio de urbanita. No consigo dar el pego y aterrizo en la capital de la provincia, que me parece manhattaniana, a tiempo de saludar a Justo y de asistir a la lectura.
         El libro de poemas que desgrana Justo, que se titula Mi vida social, es la gran sorpresa poética de los últimos años. Fino, modesto, exacto en sus formulaciones, decantado, emocionante, contiene al menos un poema por el que su autor pasará a la historia de la literatura española, donde ya tenía un sitio propio. Me refiero a “Academia Berlitz”, naturalmente.
         Con el tiempo justo (pero no con espíritu navarro) para cultivar la amistad en dosis pequeñas, y para gamberrear un poco (hay un nutrido grupo de chavales de un instituto; a la guapa de la fila, que me queda detrás, le insisto para que en el turno de preguntas pida al poeta que lea el poema sobre el astronauta; lo hace; tendrá buena nota), me vuelvo despacio por la autovía negra y me desdylanizo un poco más oyendo Orphans: Brawlers, Bawlers, Bastards. Oigo “2:19”, oigo “Lucinda”, oigo “Lie to Me”, oigo “Ain’t Going Down (in the Well)”. Suena “The Road to Peace” cuando llego a casa. No estoy seguro, pero creo que he adelantado a unos diecisiete camiones idénticos.
         Tiene Tom Waits bastante de Justo Navarro, aunque él insista con Erasure, porque lo bueno de la novela negra es leer para saber que no es uno el asesino. Seguramente tiene ese parecido más acusado en este triple que muestra su fondo de armario y que agrupa por tonos emocionales las canciones que no hallaron sitio en sus discos (pero que son las que ahora hace en directo, cuando hace un directo, en la onda Mule Variations): el primero junta las canciones de bronca de bar, con abundante desgarro. Es el que oigo. El segundo agrupa los llantos y lamentos reposados por lo que no fue. El tercero reúne a los hijos de de su desestructurada familia musical, porque Tom Waits es desde hace años, sobre todo, un padre de familia que tiene a su hijo de percuta en su banda. 

El fin de semana me dediqué a regalar (a Jose, a Carlos) los discos de Dylan que me saturan el coche desde hace un par de años y el alma desde hace ―ahora caigo― casi exactamente uno. Fue un gesto lustral. O no: fue un gesto evasivo: al estar los dos con sus familias de feliz finde, hubo un momento en que vi que, como en un poema de Justo, yo era la pelota de ping-pong con que ambas familias jugaban a las palas en la playa. Pero en la playa nadie pinta las rayas blancas de cal de una pista de tenis.
         Antes de irme a dormir reviso el correo y releo el de Justo, donde me cita, a propósito del primer verso de Riba que mandó Juan, “Feliç qui ha viscut dessota un cel estrany”, y que está en este blog, más abajo, uno de Du Bellay, del que acaso contenga algo más que un eco: “Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage”. Resulta que Sánchez Mazas lo tradujo así entre los soldados y Salamina: “Feliz quien como Ulises viajó con buena suerte”.
         La primera pregunta que le hace a Justo uno de los estudiantes es si le parece importante leer a los clásicos. Justo le dice que la literatura es una larga conversación, y que siempre es mejor estar informado de lo que dicen los amigos cuando uno llega, para poder no perderse necesariamente en lo que dicen, en lo que uno ha de decir. Podría añadir que en esa conversación es donde uno se encuentra.
         La soledad, en efecto, no es silencio. Es un ruido raro y con un punto adictivo. Voy a bajar al puerto a apuntar el nombre del barco de turno, a ver si es primo del “Nord Ambition” que fotografié ―mal― la semana pasada.


viernes, 15 de octubre de 2010

Casual Wear

Mi amiga Anna me manda este poema de Vinyoli, que no está en la antología a la que me refería hace unos días. La traducción es de mi amigo Juan, a quien se la pido a botepronto, y quien tiene la elegancia de mandármela con el caveat de que traducir de la lengua en que uno vive a la lengua en que uno mora (en sus palabras, “moro”: en catalán sospecho que conjuga el verbo morir) no es nada fácil. Seguramente traduciríamos mejor de lenguas que no frecuentásemos, ni vivos ni muertos.
         Se titula “Brindis”:

Son pocas las palabras
para contar la vida.
La mano del tiempo
estrechémosla, pero
sin jamás retenerla.
Sean los gestos contenidos.
Tan sólo posar la mano
menesterosa con urgencia quieta
sobre un hombro un instante.
Entonces el agua se detiene.

De pronto es como si otra vez todo pasara a través de Barcelona. Ya lo dice Dylan en “Boots of Spanish Leather”. (Descubrimiento dylaniano del día, en mi progresiva desdylanización: el productor de su unplugged se llama Milton Lage. Garantizo desde aquí que no es familia, a menos que lo sea, y mi familia no lo sepa.) Pasa todo de golpe por Barcelona tan lejana y, si bien se piensa, a la vuelta de la esquina, mirando al mar, a la izquierda.
         Este pasado fin de semana se han debido de caer muchos plátanos en Barcelona, más los que habrá que talar. Y sellos por encontrar en un piso del Ensanche, a la esquerra. E indumentaria casual que ponerse cuando llueve. Mi hijo pequeño, que estaba cerca, me cuenta que en la playa del Trabucador el martes no había playa, sólo charcos. Been there, done that. Pero no se lo digo. Tal vez un día le llegue el poema de Carles Riba, del Segon llibre d’estances (1930), que nace de dos versos de Hölderlin y que, a su vez, instaura esa línea Hölderlin-Riba-Rilke-Vinyoli. Es otro regalo de Juan, el amigo al que tanto voy debiendo. Lo que dice de los días es propio de estos impares. “Bajo un cielo extraño” no habría sido mal epígrafe para este blog, en el que ahora sí, pronto, se tratarán temas relacionados con la traducción, incluida la traducción de lenguajes genéricos, del masculino al femenino y a la inversa. Y el pasado, sí, es insaciable.

Feliç qui ha viscut dessota un cel estrany,
i la seva pau no es mudava;
i qui d’uns ulls d’amor sotjant la gorga brava
no hi ha vist terrejar l’engany.

I qui els seus dies l’un per la vàlua de l’altre

estima, com les parts iguals
d’un tresor mesurat; i qui no va a l’encalç
del record que fuig per un altre.

Feliç és qui no mira enrera, on el passat,

insaciable que és, ens lleva
fins l’esperança, casta penyora de la treva
que la Mort havia atorgat.

Qui tampoc endavant el seu desig no mena:

que deixa els rems i, ajagut
dins la frèvola barca, de cara als núvols, mut,
s’abandona a una aigua serena.

¿Es casual que los dos poemas terminen casi igual, con el agua detenida y serenada? ¿Se ha dado cuenta Juan? ¿Es casual que el poema que manda Anna vuelva a donde vive Anna y regrese a esta mar detenida? ¿Es casual el tesoro medido en el barranco del mismo nombre?
         No es casual que con ellos tan lejos, tan cerca, yo ahora mismo respire mucho mejor que esta mañana.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Aves de paso

Vuelve la soledad deseada después de la compañía ansiada. Mi hija pasa tres días conmigo y pasan pájaros camino más al sur cuando ella se vuelve al norte. Ya ves, aves de paso. Yavé, llaves de paso.
         De lejos oigo a veces un ruido molesto. Por aquí no pasan aviones. Es el rezongar de los agoreros que dicen te has equivocado, has perdido todo, estás solo. Les falta decir qué pena me das.
         Y yo mientras me alegro. Me alegro de sus certezas que no valen nada, y menos para ellos, y me alegro de las incertidumbres mías, que naturalmente de nada valen. Para ellos, menos que nada.
         Hay gente que nunca entenderá nada convencida de saberlo todo. Es gente que cree que sale en tu blog y no sale. Es gente que cree que tú les escribes cuando ellos te han escrito. Es gente a la que más les valdría saber, de tanto gastarse parte de su dinero gratis en psicólogos, qué es la Gradiva. Puede que ni siquiera su psicólogo se lo quiera decir, que así gana más dinero.
         Me alegro de atesorar cada instante que mi hija ha compartido conmigo. A la vuelta, tras dejarla en el aeropuerto, paso por el Barranco del Tesoro con gran respeto, paso por el Río de Aguas con reverencia. Es una autovía por la que puede pasar cualquiera. Se me llenan ahora las alforjas con el tesoro de su ausencia. Agüita rica.

Vuelve la soledad y es ruidosa. Cuando no es el flamenco jondo de la vecina, es la algarabía ahora de los pájaros al atardecer inflamado. La propia respiración tiene el ruido del redoble lejano de un tambor esférico. Un ruido sin adjetivos, una noche de perros. Hay perros en la barriada. Hay ladridos que se acallan con una mínima concentración.

¿Es mala la soledad, que mutila el pensamiento? ¿Es buena la compañía, que mutila la comunicación?

Mi hermano pequeño, que en todo es mayor que yo, sabría sólo por el timbre del canto qué aves son. Sabría si los perros están en celo o angustiados. Yo no soy mi hermano pequeño, soy su hermano mayor, y no tengo ni idea de quién pasa de largo. Pero me alegra que no se queden. Que vuelvan cuando quieran.

Mi hija me regala tres días de su vida, porque siendo la mujer de mi vida resulta que ella es un regalo que ella me hace sin yo merecer. Asisto a sus ritmos ajenos a perros y rayos, a sus malos humores, a su dolor en un pie, a sus risas, a su bienestar y a su perplejidad, a sus conversaciones sobre un mundo que me es muy ajeno, del que tengo que andar preguntando quién es quién todo el tiempo.
         Lee en sus ratos libres a Federico Mazofia, y eso me cabrea. Me dice que la traducción es mala, lo verifico. Es cabreante. En la playa tiene mi hija una elegancia innata, una elegancia que ni su madre de lejos. De la morralla que lee exculpo en parte a la traductora: el original no puede ser bueno, ni elegante, ni nada. ¿Por qué lee eso? Cuando un editor nos paga para mejorar lo malo, malo. Cuando gente como mi hija lee eso, peor.
         Le hablo del aprovechamiento, del esfuerzo. Le recuerdo que ha leído cosas entretenidas y buenas. No way. Le digo que cuesta muy poco alimentarse bien. Me recuerda que el hijo de mi amigo va a ver una maratón de Pokemon hasta que le salga Picachu por las orejas.
         Tiene razón, y es festivo, y después de la playa hay unas sardinas al espeto y hay rumor de mar.

Al día siguiente, antes  que se vaya mi hija, traduzco a Wilkie Collins, «Una petición a los novelistas». Me encuentro en sus antiguas palabras con lo que le quise decir en la playa. Dice el viejo sabio de las tramas amañadas, perfectas, el abuelo de Hitchcock: «Sólo aspiramos en nuestra condición de seres humanos a un natural deseo de entretenernos en la medida en que el trabajo diario a que estamos destinados nos lo permita. Somos respetables en la medida suficiente para estar convencidos de que es útil leer de vez en cuando en busca de información, pero también estamos seguros (y lo decimos con arrojo, lo decimos a la cara de los aburridos) de que en este mundo hay pocos disfrutes más elevados, mejores o más provechosos que la lectura de una buena novela».
Sólo le falta decir que además compartimos la lectura, porque no es un vicio solitario. Conozco a alguien que ha leído a Faulkner sin decir ni pío, en el supuesto de que lo haya leído.

No sé si eran otros tiempos, my dear Wilkie, o si 1856 es ahora, que amanece y llueve muy poco.
         Mi hija se ha marchado y noviembre queda a la vuelta de la esquina. Descubro que a ella, que es Venus nacida del mar, no la trato como a mi hijo, a quien trato como mi padre a mí. O a la inversa. No me trata ella como mi hijo a mí, que es como trato yo a mi padre.

Además, Francfort y el Pilar cada diez años vienen con buenas noticias. La versión de Barney, tan lejos, ahora.

lunes, 11 de octubre de 2010

And then, the rain

Aquí, si llueve, llueve de frente. De mar. Contra una lluvia aguacerada y un viendo recio no hay remedios. Menos si no te cogen las llamadas y no llamará nadie. Y ulula el viento y golpea el agua la ventana de tal manera que ni con cerramientos pastillas anteojeras tapones en los oídos fe amarilla desesperación rayada va uno a dormir, lo cual no es nuevo. Y el agua se acristala con una fuerza que ya quisiera en el Norte.
         Lo bueno: a todo gallo calla la lluvia.

El día siguiente amanece radiante. No sé si excepcional, porque normas desconozco. Me enchufo a Dylan directamente al cerebro; me parece que esta entrada no llevará ilustraciones, aunque la música que he oído sea la mejor ilustración. Por ejemplo, «Million Miles»: 

You took a part of me that I really miss
I keep asking myself how long it can go on like this
You told yourself a lie, that’s all right mama 

I told myself one too
I’m trying to get closer 

but I’m still a million miles from you

He cambiado de pueblo para el paseo cotidiano a la orilla del mar. ¿Me gusta más éste, en el que estuve a punto de vivir? ¿Me gustan más las nubes que se forman en un azul que deslumbra, aire y agua amontonándose en el aire, sobre el agua? «Cold Irons Bound»:

I’m beginning to hear voices and there’s no one around
Well, I’m all used up and the fields have turned brown
 I went to church on Sunday and she passed by
 My love for her is taking such a long time to die
 I’m waist deep, waist deep in the mist
 It’s almost like, almost like I don’t exist


¿Me gusta más la profundidad del azul intocable y el turquesa de la orilla? Será que rola despacio el viento sin que se aborreguen las olas, que sí cabrillean, alborotadas las palmeras. Me acuerdo ahora de unos versos de Jorge Guillén: «Despierto y como no estás / no me suena el mundo a mundo: / nunca a solas hay compás». Cuánta razón tuvo y qué bien lo desmintió Dylan cuando canta: «I’m sick of love but I’m in the thick of it / This kind of love I’m so sick of it». Y harto está del amor en el que está metido hasta el pescuezo.
Será que me desplazo despacio por etapas cortas para acercarme al aeropuerto a recoger a mi hija. Será que lo miro todo con otros ojos prestados. Será que las noticias del mundo exterior me expanden el ánimo: una amiga y lectora extrañada de este blog me dice textualmente que «no te dije que leí con fruición mecida por las olas de Menorca ¡Absalón Absalón! Agradecí infinitamente tu existencia. He conseguido entusiasmar a algún amigo con este Faulkner e incluso con Juan Benet (cuando lo lean me querrán matar)».
Veo por ejemplo que la felicidad doméstica es el vuelo de una falda en torno a la cual corretea un chiquillo. El tercero ahí no pinta nada. Paga y calla y acaso mira, pero mirar un espectáculo en el que no queda ni rastro de uno es como mirar la sombra que proyecta el bolígrafo en esta hoja ahora mismo, una sombra que apunta a las 8, mientras  van quedando las palabras con fortuna peor o mejor en su sitio.
Oigo esa broma infinita que es «Highlands», y me sonrío en la parte del largo diálogo con la camarera de un restaurante de Boston. Podría estar ocurriendo aquí porque está ocurriendo aquí. Como en la canción, que forma un círculo interminable, todo ―letra, instrumentación, arreglos― entra con una lentitud pasmosa y una exactitud que asusta. Pero podría ser que todo se deba a que la escucho sin que mi corazón esté en las Tierras Altas, sólo como barrera de necesaria protección contra los ruidos del esparcimiento humano que me rodean en un festivo en el que la cuota poblacional del Sur ha aumentado bastante, y para verlo no me hace falta conocer la norma, sino tener ojos en la cara. Dylan me aísla de todo eso. Es lo mismo que me pasa ahora que empiezo a leer sin gafas, con una short-span vision más que aceptable, quién iba a decirlo después de toda una vida tras los cristales. Lo que pasa alrededor, a más de metro y medio, no pasa. Por ejemplo, las mujeres rumbosas que pasan de largo, o los padres ciclistas que llevan de paseo a sus hijos pegándoselos literalmente al culo.
Entre canción y canción, las obviedades de turno dichas al teléfono por gente que habla a gritos. Comprendo que sin el encierro de la música no podría haberme quedado aquí ni un instante. «Huck’s Tune»:

You're as fine as wine, I ain't handing you no line
I'm gonna have to put you down for a while

(Verificando la letra, porque ese «fine as wine» suena tan bueno que podría no ser verdad, encuentro un sitio donde  alguien ha colgado un vídeo con la letra subtitulada en castellano:  http://www.metacafe.com/watch/1291079/hucks_tune_bob_dylan_song_tribute_clip/ Y encuentro otra web para dylanófilos españoles que no está de más: www.desolationpost.com.)

Y así hago última escala en un pueblito al que he venido muchas veces y me pregunto por qué nos gustó tanto ese pueblo y esa casa que no valen nada, en la calle del Ancla, donde sigue habiendo una cerca rosada sin revocar desde entonces, y entiendo que fue porque nos gustábamos. Lo descubrimos porque nos descubríamos. Y lo engendramos. Son las cosas que una madre podría contar a sus hijos. En San José, carpintero y mártir de la felicidad doméstica, puedo contar yo al mundo lo que quiera. O citar a Kierkegaard, que en Y/o, hablando el lenguaje y de la música, dice así: «El lenguaje implica reflexión, y no puede por tanto expresar lo inmediato. La reflexión destruye lo inmediato, y por tanto es imposible expresar lo musical por medio del lenguaje».



De pronto no queda más que este viento idiota, y sólo este viento idiota es el mismo, el mismo idiota que pinta una hoja mientras miro como un idiota soplar el viento que no arremolina faldas, sino que arremolina las hojas del cuaderno mientras miro soplar el viento con el bolígrafo desencapuchado y la hoja agitada. El viento pinta entonces un eolograma, lo pinta con el temor o el temblor del caballero kierkegaardiano de la resignación infinita:



Por el camino del aeropuerto encuentro la misma parcela en la que hace años se amontonaban las atracciones de feria de los feriantes en desuso. Este señor, fotografiado por mi mujer hace años, ha envejecido bien. Y al lado alguien le ha salido rana.


viernes, 8 de octubre de 2010

Las olas

Una amiga muy querida me escribe y me dice que se acuerda de mí (“te pienso”, dice exactamente) cuando “ayer, sin ir más lejos… vi una foto de Iñigo a un grafitti del tsunami que llevabas de salvapantallas”.

Pero la memoria es muy perra: aquello no era un graffiti de un tsunami, era un cuadro de Hokusai. Y existía una razón para que fuera mi salvapantallas: sobre ese cuadro había escrito Wolfgang Caspar Jodelich esto que sigue:

«La mirada con que barremos la historia, todas las historias, aun sin barrer para casa, ya sea para abarcarlas en su conjunto, ya para quitar el polvo y las telarañas de sus más recónditos rincones, es la misma que posa el gran Katsushika Hokusai sobre su no menos grandiosa “Ola de Kanagawa”: nos abruma el poderío de la mole acuática, nos reconforta el detalle con que desprende el viento cada esquirla de espuma en la cresta, nos aterra el destino de los diez marinos cuya canoa se precipita al seno de la ola, que se abre como las fauces del cetáceo; nos consuela la buena estrella de los que por la izquierda ya coronan la rompiente y salvan el embate, y nos maravilla la simetría de la ola en primer plano y el Fujiyama nevado que cierra el campo visual. Nadie ha reparado en los dos campesinos que roturan la tierra con el buey uncido al arado al pie de la montaña.»


 Además, la observación de Jodelich lleva por contrapeso una réplica de Felix Felagen, una de las poquísimas cosas que escribió. Está publicada en el mismo número que la viñeta de Jodelich, encarada con la viñeta de Hokusai. En cuanto a la cita lapidaria que sigue, que es de Samuel Clemens, o Mark Twain, también aparece en una de las páginas del mismo número de la revista. Y en otra aparece ésta:

Nieves del Fujiyama

«Quien no sepa comprender / la historia de tres milenios / permanecerá a oscuras, / sin experiencia, viviendo al día.»
―Goethe

»Viena, primero de enero. El Prater, gélida mañana, desierto de alucinaciones. En ese silencio de sepulcro blanqueado, de muerte pintarrajeada, la única caseta abierta, con luces como reclamo, ofrecía Perversionen sexuales en versión cinematográfica.
»Vivimos en una época de creciente enfriamiento climático. Es cada vez mayor la superficie que cubre la nieve. Se agrandan los glaciares de los Alpes, en todos los valles de Suiza dicen los lugareños que las nieves duran demasiado. Y más que nevará, se oye apostillar en las tabernas.
»Es cada vez más tardío el fin del invierno, se retrasa cada vez más el comienzo de la primavera, y se sabe que es en esta época del año que va desplazándose de marzo a abril, y no sería de extrañar que este mismo año se postergara hasta mayo, cuando nace la mayoría de los esquizofrénicos, lo cual hace pensar que tan terrible enfermedad quizá se deba a un virus especialmente activo con la adversidad del clima. (Si así se confirmase, cabría albergar la esperanza de que se hallase curación, pues la esquizofrenia sería mero resfriado.)
»Lo que acontezca en la tierra bajo el manto de la nieve, las alteraciones del paisaje, las grietas que reviente el hielo sin hacer ruido y los corrimientos del suelo que nos sustenta, sólo será visible cuando la nieve se retire. Al derretirse, veremos los estragos que ahora encubre la gruesa, extensa capa blanca. Quedarán en pie durante semanas, tras el deshielo, los ciclópeos muñecos de nieve que hayan amasado los niños, así sean tocones apelmazados o muñones informes. Así la actualidad que respiramos y nos intoxica, en la falda del Matterhorn o al pie del Fujiyama, y que nos impide ver cómo nos rehace o nos deshace la Historia.»
―Felix Felagen, respuesta a
«La mirada con que barremos la historia».
Wortlösigkeit, nº 4. Berna, 1931.

La tinta misma con la que está escrita toda la historia es puro prejuicio líquido.
―Mark Twain, «Discurso en Nueva York» (1905)

A todo lo cual sólo se me ocurre añadir que el mar, estando tan cerca, es lo más lejano que existe. Moja, pero no se puede tocar.

Maniobras de atraque




La otra tarde salí casi corriendo por la vera del mar para seguir el rumbo del primer carguero que iba a entrar a puerto desde que he recalado en él. Pero, a pesar de las dimensiones, la velocidad de crucero que llevaba, ya bien sujeto por los dos remolcadores, era la de un Ferrari con un chalado al volante (hay que estar chalado para tener un Ferrari, y más si es un Ferrari inmenso). Y fue muy molesto salir corriendo cuando ya caía el sol, porque piernas y pulmones no me sobran, además de que estaba francamente a gusto leyendo a Joan Vinyoli:

“Aquí, en este momento sólo hay alguien que llega
de muy lejos, cansado,
bebiendo su pasado, queriendo inútilmente
encontrarle sentido a lo que nunca tuvo,
a excepción, por ejemplo, de las hojas
movidas de los árboles.”

Y antes de emprender la carrera (cuanto más largo el paseo, más arrecia el viento y más me remango) aún tuve tiempo de reconocer en esa voz de un poeta al que me he tirado media vida con ganas de conocer (sólo este año ha publicado Pre-Textos una antología en traducción de Carlos Marzal y Enric Sòria) algo que me quedaba excesivamente cerca. Se titula “Silencio de los muertos” y empieza así:

“La tierra cobra el diezmo. Sin embargo
no hablemos de los muertos. Hagámonos ahora
lentamente a la idea de que existe algo suyo
muy cerca de nosotros.”

Y aún antes de cerrar el libro y salir pitando encuentro en el pasaje III del “Libro de amigo” algo todavía más certero y más cercano, algo que me corta la respiración (y así no se puede correr para llegar a tiempo de sorprender al barco en la entrada), algo que además contiene un eco de lo anterior, un eco encerrado que no termina de resonar:

“Viniste a donde yo dormía
y me despertaste
y me invitaste a tener sed,
una gran sed para la cual
te hiciste copa en que poder beberla.”

A mitad de la carrera pasó eso que tantas veces he visto escrito en los bares de media España y que nunca había entendido del todo: si hacía un día espléndido, seguro que vendría uno a joderlo.

Sí y no, porque el día lo podrán joder, pero no se puede joder un estado anímico a prueba de casi todo, exceptuando una larga carrera con la lengua fuera y el Vinyoli en la mochila. Además, se hacen raras las noticias del ruido del mundo exterior que llegan a mi monacal retiro, que está ―le digo a la amiga que me las trae― “según miras tú el mar, pero mucho más a la derecha”. Es como si lo dijera muy serio el profesor Tornasol.



La cosa es que por lo visto un profesor ha colgado en Internet, con fines educativos, una biblioteca enorme, todos y cada uno de cuyos títulos están protegidos ―por partida simple si es de derecho público; por partida doble si es de derechos vivos, porque la biblioteca es bilingüe y trilingüe en algunas de sus entradas― por la Ley de Propiedad Intelectual que mal que bien nos ampara. O sea, que incurre en un acto flagrante de piratería.

Mientras veo maniobrar al barco, al que le sobra toda la obra muerta sobre la línea de flotación, compongo mentalmente la carta que debo enviarle a ese buen profesor. Me enteran, le digo, de que tiene usted colgadas en una web anónima (lo cual siempre da que pensar, a ver si el anonimato encubre inconsciente y realmente un delito flagrante), al menos dos traducciones mías. Le comunico que esto es inaceptable, como lo es en el caso de todos los libros que tiene colgados, algunos por partida doble (al dar la traducción y el original, en mi caso incurre usted en delito contra el traductor y contra ambos autores). Pero es que hasta en el caso de libros de derecho público comete usted el mismo robo: a mi buena amiga y mentora Edith Grossman no le hará ninguna gracia, por ejemplo, ver "su" Quijote impunemente publicado. Y a su editor, que creo recordar que es poderoso, mucho menos.

Supongo que el profesor tendrá frito el buzón de recibir cartas como ésta. Le puedo asegurar, y le aseguro mentalmente, que el uso educativo tras el que seguramente se escuda el profesor no es de ley. Pero lo más grave hasta cierto punto es la cantidad de títulos hurtados y, sobre todo, el esfuerzo y el desembolso que ha tenido que costarle digitalizar semejante biblioteca (cuya confección, dicho sea de paso, me resulta aleatoria, por no decir caprichosa y falta de rigor).

Ni siquiera si limitase el profesor el acceso a la misma se saldría con la suya. Las exiguas y más bien capciosas anotaciones que ha ido interpolando no justifican una edición en ningún formato sin recabar los permisos oportunos.

Me limito a manifestarle mi tristeza. Su trabajo de anotador profesoral (indicio culposo del dichoso divorcio ya irremediable que tiene la Universidad con el sector editorial) no  le permite expoliar la propiedad de Don DeLillo y Seix Barral (y, en menor medida, mía), ni la de J. M. Coetzee y Random House Mondadori (y, en menor medida, mía también).

Y ya casi he terminado de componer la carta y casi se la he enviado cuando el buen señor me pide disculpas y anuncia la rápida retirada de aquellos libros que me pertenecen (me pregunto si retirará también los otros, porque el esfuerzo y el desembolso que ha tenido que costarle semejante biblioteca pirata y arteramente digitalizada no puede haber sido escaso).

Y pasa la noche ―la luna es el anillo que nunca me puse en el dedo― y al día siguiente la línea de flotación del buque enorme ha bajado una barbaridad. No queda ni rastro de la franja roja y apenas nada de la negra. Se han tenido que llevar una montaña.


Todo este mar en algún desagüe tiene que verter, y parece que queda por poniente, aunque el buque semihundido sale más bien levantino. Como las naranjas "La levantina me la levantina", por supuesto.

lunes, 4 de octubre de 2010

La noche en casa


Cuando oigo la desazón invernal (el invierno del descontento) que aflora en el llanto de los niños, que es un ruido de habitación humana que me vence, me desazona rotundamente, incluso cuando oigo frente al llanto la voz templada de la madre, que no pierde los estribos, pienso en algo que me resulta asombroso: no recuerdo haber oído el llanto de ninguno de mis hijos. Sé que ha existido (por ejemplo, cuando el pequeño se rompió los piños ―esto es, los incisivos― y nos tuvieron en urgencias un par de horas, una noche de invierno, para que al final llegase la residente maxilofacial de turno y me dijera “pues se los quitamos, ¿no?”, después de que yo se los hubiera reincrustado en las encías, y le dijera a la doctora que no se lo tomase a mal, pero que se fuese a donde pican las gallinas; los dientes desvitalizados y grises le duraron al pequeño lo que le tenían que durar, hasta que le salieron los nuevos), pero no lo recuerdo, y tiendo a pensar con asombro que mis hijos han llorado poco, aunque la verdadera razón de que no exista ese recuerdo es doble: es un recuerdo que se borra por ser malo, es probable que cuando llorasen yo no estuviera con ellos.

Empezaba este verano que parece terminarse y tuve que entregar una traducción para Reino de Redonda, lugar sin par donde mi par me ha nombrado «Real Voz de Marlow», titulada El significado de la traición. Los reportajes que hizo para el New Yorker Rebecca West ―de cuyo hijo Anthony traduje hace ya mucho tiempo la biografía de su padre, H. G. Wells― eran y son un estudio en la dificultad que comporta entender a quien traiciona aquello que nos parece imposible de traicionar. La lealtad a una idea, por ejemplo la de patria. Este fin de semana me ha caído en suerte traducir ―no coincidence intended― el discurso en el que Roger Casement, que está en el origen de Marlow cuando va en busca de Kurtz, aclara su particular traición, que es un acto de lealtad. Casement, ajusticiado en 1916 (el verbo ajusticiar me encanta: es todo menos justo), dice verdades como puños. Extracto:

«¡Esa bendita palabra, imperio, que tiene una semejanza tan paradójica con la caridad! Y es que si la caridad empieza en casa, el imperio empieza en el domicilio ajeno, y una y otro pueden abarcar infinidad de pecados. Yo desde luego tomé la determinación de que Irlanda fuera para mí mucho más que el imperio, y resolví que si la caridad empieza en casa, también en casa ha de empezar la lealtad.

»Si traición fuera luchar contra un destino tan antinatural como éste, me enorgullezco de ser un rebelde, y seré fiel a mi «rebelión» hasta la última gota de sangre que me quede. Si no existiera el derecho a rebelarse contra una situación que ninguna tribu de salvajes aguantaría sin resistirse, estoy seguro de que es mejor que los hombres luchen y pierdan la vida sin derecho antes que vivir en un estado de derecho como éste. Allí donde todos nuestros derechos se han convertido en un cúmulo de reveses, allí donde los hombres han de suplicar permiso, conteniendo la respiración, para subsistir en su propia tierra, para pensar lo que deseen pensar, para cantar sus canciones, para recoger el fruto de sus trabajos y, aun cuando suplican, ver cómo son inexorablemente privados de las cosas, entonces no cabe duda de que es más valiente, más cuerdo, más verdadero, ser un rebelde y actuar en rebeldía frente a tales circunstancias, antes que dejarse domeñar y aceptarlas como si fueran la suerte que por naturaleza corresponde a los hombres.»

Me asomo al balcón y veo un gato enorme, rubio, acomodado en el techo de mi coche. Posiblemente es el abuelo del gato que el otro día se me restregaba contra el zapato. Su rubíes no va nada mal con el azul noche de mi coche, que además empieza a estar arenoso.

Las dos únicas mujeres que son realmente imprescindibles en esta pequeña nube tóxica que es mi vida, mi noche, y que dejarán de serlo, mi hija y la mujer a la que sigo llamando mi mujer y nunca lo fue, aunque es la madre de mi hijo pequeño, y en mi corazón mi compañera todavía, cosa que no es cierta, aunque yo pensara que lo era «until the end of the world», coinciden en un tren. Es un tren que mi hija empieza a usar con frecuencia, el lento tren de regreso a la ciudad natal, ahora que se estrena, como debe ser, en la gran ciudad, que no es tan grande. Es un tren que la mujer a la que no sé cómo llamar rara vez toma, pero que ha tomado por ir a ver al hijo de una pareja de amigos muy queridos, que ha tenido una avería de la que parece que saldrá.
         No es azar. No es casual tampoco que una, sin ser su madre, haya sido madre esencial para la otra, madre además de la madre, y que la otra no haya sido su hija, aunque tal vez sí. Hablo poco con una y mucho con otra sobre mi aclimatación a este medio entero. Una me dice que voy a ser el más guapo de la calle, pero lo dice desde el corazón de la duda. Va a 200 kms/hora en un tren y es como si estuviera en el salón de su casa, arrellanada en el sofá naranja que compré para no sentarme en él. Habla y me habla diciendo cosas que nunca ha dicho: tío, chaval. Está cansada, se pone muelle, termina la conversación de sofá.
         ¿Hablan las dos por el camino? Puede. Pero de ellas, no de mí.