lunes, 11 de abril de 2011

La playa


No hay nada más triste que una pareja que llega con su hija a la playa a la una y media y son la viva imagen de la felicidad. Ella no se desviste, él va en bañador. Juegan al balón, claro. Vuelan cuatro cruceros, dos a levante, dos a poniente, llenos de personas moderadamente felices. El mar a tres colores.  Rompen las olas a dos aguas, como en Vietnam al principio de Apocalypse Now, lo cuenta Robert Duvall (pero aquí sin Robert Wagner de fondo, que es mejor) abriendo el índice y el corazón, y aquí la cerveza blanda se mueve sola dentro del vaso al son del viento, que es donde se va a quedar, y aletea Liz Taylor, qué tristeza tan antigua y tan vital, en el dominical de hoy, con Elvira Lindo, mientras leo ―eso sí que da pena― una Virginia Quarterly Review del 80, un artículo sobre Borges y su madre y Faulkner, preparando el mío al respecto (sobre Faulkner y la mía), para poner en su justo punto a quienes creen haber leído Las palmeras salvajes. La pareja y la niña no tardan en dispersarse. Los cruceros ya son sólo tres, uno de los de levante ha desaparecido. Y en todo momento mi despedida de Bob Dylan en la cabeza, «Dreamin’ of You» (http://www.youtube.com/watch?v=63Hvny7pX8g, con un Harry Dean Stanton muy mayor, en un remedo de Paris, Texas, que no se corresponde con la letra entera, falta una estrofa al menos), que dice así:


Qué mala es la luz aquí
como si fuese desde el fondo de un río.
Ahora en cualquier momento
cuento con despertar de un mal sueño.

Cuánto importa hasta el roce más leve.
Junto a la tumba de un niño que ni rió ni lloró
he meditado sobre mi fe en la lluvia.
He soñado contigo, nada más.
Y me está volviendo majara.

En alguna parte rompe el alba.
Se escurre la luz por el suelo.
Suenan las campanas.
Me pregunto por quién sonarán.

Bajo cualquier estrella viajaré.
Allí donde esté me has de ver.
El pasado sombrío está despierto y es inmenso.
Duermo en el palacio del dolor.
He soñado contigo, nada más.
Y me está volviendo majara.

Puede que me pillen, puede que no,
pero esta noche nanay.
Ojalá tuviera ahora tu mano en la mía
y fuésemos a donde más blanca es la luna.
Años me han tenido preso
Y van y me sueltan en escena.

Hay cosas que duran más de lo que uno pensaría
y tienen explicación nunca jamás.
He soñado contigo, nada más.
Y me está volviendo majara.

En fin: si tengo hambre, como; bebo si tengo sed,
vivo al día.
Aunque se me caiga la carne de la cara
dará igual, con tal que tú ahí estés.

Como un espectro enamorado ando
bajo esos cielos de espanto.
Me siento más lejos que nunca,
más lejos de lo que podría.
He soñado contigo, nada más.
Y me está volviendo majara.

Todo lo que me encuentro hoy brilla,
qué raro e insólito este otoño.
Espirales de resplandor dorado en plena tormenta.
Puede que estuvieras, puede que no;
puede que tocaras a alguien y te quemaras.
El sol callado me ha puesto a correr,
en la cabeza un agujero que ha quemado.
He soñado contigo, nada más.
Y me está volviendo majara.


Podría seguir por «Love Sick», claro. «Most of the Time» ya la hice en su día. Podría segur por «Beyond Here Lies Nothing». E incluso, remontándome en el tiempo, por «Tangled Up in Blue» camino del cole, a las nueve menos cinco, por la calle Tafalla y la calle Olite. Es una canción que a Sam le gusta. Pero no, por ese camino no seguiré. Y tampoco voy a decir que no hay nada más feliz que una pareja triste de la que no formas parte.

domingo, 10 de abril de 2011

Números primos


A través de la tía Concha, que detesta que la llamemos «tía» ―hay que joderse: es lo que es―, recopilo la nómina de los primos de la rama, no he dicho rima, materna. Confieso que no me acordaba del nombre de todos, porque para bien o para mal no nos conocemos; sí de Felipe, el mayor, fugado como yo ―él de Bilbao a Argentina, yo de Pamplomo a Almería, que todavía hay clases― y de Rosa, y de Teresa, con lo que lleva a cuestas, que es lo mismo que lleva encima mi hermana; voy por el lado de los que tienen un apellido que se escribe indistintamente con q o con k, y que empieza por «Mar», a los que se suman Beatriz y Fernando; de los únicos que llevan por primero Álvarez sólo me acordaba de tres, pero son cinco, me lo cuenta mi madre: Miguelón. Camusca (siempre segunda, siendo la mayor), Fernando, Javier y Borja; luego están los que por ley debieran llamarse Álvarez, aunque por desidia serán Fernández: Gerardo, Marta, Amaya y Eduardo. Con Eduardo me he partido de risa, que no de la risa ―el artículo lo cambia todo―, cada vez que lo he visto, pero han sido muy pocas. Amaya me vino a ver una noche en las escaleras de la plaza de las Platerías, frente a donde vivieron nuestros abuelos, nuestras madres, a preguntarme qué me pasaba, que andaba yo embotijado. Y estando una noche de primavera en Santiago, que es de donde venimos, le dije muy serio, frente a la fuente, socorro, que me desmexo: «Qué bonita es Salamanca». No entendió nada, natural. Al día siguiente, en casa de los que siguen, ahora voy con ellos, con una fabada gallega ―Iago, Andrea, Alexo―, antes de emprender el lento regreso, dije algo enfadado: «Me voy a ver cómo sopla el viento en la meseta». Andrea, nunca lo he dicho, es el nombre de mi prima preferida, desconocida, y es el de mi hija, pura coincidencia. Ahora resulta que Andrea prima anda tan sureñizada como yo. (Paréntesis: entre mis primos paternos cuento a Santiago, que hace muchos años no está, como entre mis primos maternos cuento a Adrián, que hace muchos años que nos  falta.) El padre de Andrea y Alexo, que son gemelos, una vez les contó un cuento de piratas en el que uno cogía, lógico, «o catalexo». Y ella dijo: «i tamén o catandrea». Xerardo, por mejor decir, es filológicamente más listo que el hambre y humanamente más sabio que ninguno. Me faltan Teresa y Felipe, que llevan los nombres de los abuelos a los que ninguno de los veintitantos conocimos, siendo yo cronológicamente el segundo, pero yo a ellos tampoco los conozco. Y faltamos nosotros ocho que, quitándome a mí, son Ana, Pablo, Pedro, Juan, Jaime, María y Belén. No entiendo por qué he tenido este ramalazo de membranza de primos Álvarez (de los Martinez-Lage, que somos unos pocos menos, me acuerdo bien uno a uno, y van unas cuantas zetas), canarios, andorranos, bilbaínos, orensanos, santiagueses, malagueños, de Pamplona. No entiendo de dónde ha salido este recuerdo, pero es tal cual lo cuento. De pronto me deslumbra la calle San Pedro de Mezonzo (más zetas), que no todos conocemos (la ce hace de zeta), aunque algunos vivan en ella. La blancura de esas paredes. La Plaza Roja abajo y una iglesia arriba. Las hermanas de mi madre, casadas y solrteras. Sus hermanos, dos. Uno tan cercano, el otro lejanísimo. Ahora que mis hermanos son mis primos, mis primos son mis hermanos. Y si salgo de casa es como si anduviera por Santiago en un pueblo de Almería como anduve por Santiago una noche elogiando Salamanca, aunque no es de imaginar la animalada de buque, de cuatro palos, cargado de arena, que ahora mismo saca de puerto un remolcador enano.

jueves, 7 de abril de 2011

Calla


No hablaré de la tremebunda victoria sobre el Shaktar, por más que mi casera me felicite por sms por la manita, ni del vecindario gitano de la calle que calla, que se regocija recogido, ni de que Guardiola sonría mucho y pesimista con motivo, ni de la escasa (victoria) del Manchester sobre el Chelsea, ni de la abultada, anteayer, del Madrid, que vapulea al Tottenham, del que era acérrimo mi mejor profesor de inglés, que no el primero, en Carlos iii, ni de la increíble del Schalke de Raúl contra los campeones de azul y negro, en su casa; no hablaré de los gatos que maúllan a altas horas en plena pelea o en celo, ni de los amigos cuyas palabras amables, o el eco de las mismas, me desvelan; nada diré de las conversaciones que matan del todo en vísperas de un partido crucial, ni de los negros que te dan un «high five» con cada gol que hemos metido, ni menos de quien no sepa qué es un «high five», o choca esos cinco, que cinco han sido; nada diré del sudor de los pies nada más ponerme los crocs regalados por ella sin que amanezca siquiera, en cuanto canta el gallo; no voy a hablar de los extraños bocinazos una calle más abajo a las 5:25 ni de la furgona que arranca y para y ronronea un rato como un gato mientras los gatos siguen de pelea; nada voy a decir de los mecheros perdidos por fin, al cabo de casi veinte años de llevarlos en el bolsillo, que no son nada; nada diré de los amaneceres torcidos de frente, ni de los atardeceres siniestros por la espalda, ni de las faltas de asistencia a las presentaciones de los amigos que encima cumplen años el día en que presentan libro, ni de la distancia ni del dolor ni de la ausencia; no voy a hablar del despertador que suena cuando uno está despierto y no despierta nada, y eso que suena dos veces, a las 6:10 la primera; nada diré de los cantos de las aves o los ruidos de los pájaros, según se mire, y de la tos matutina, que hoy es más acusada, ni de las novelas malas que hoy se acaban: no voy a decir nada del asombro del profesor que cobra lo suyo por lo que de buena gana habría pagado; no voy a hablar de las rarezas de la asistenta, ni de los zumos de las naranjas pequeñas, ni de los descosidos en el jerséi, ni de las faltas de ortografía, ni de la poesía de Caballero Bonald, Somos el tiempo que nos queda, comprada anteayer por segunda vez, que la primera está ¿en casa?, corregida y aumentada, tras meses sin comprar un libro, y buscando el de Marías, Los enamoramientos, que llegará mañana; no hablaré de la congoja cigarrera, ni del zumo de naranja, del que no sé si he dicho nada; nada diré de las frases ideadas en la cama, que luego no se trasladan a la página; de la ceniza en el teclado no diré nada; tampoco voy a hablar de las incertidumbres y de las certezas, de las bocinas de los repartidores, de las moscas, de William Gaddis, porque más vale Richard Holmes y la paz reinante; no diré nada de Huckleberry Finn, de los temblores, del Tullamore Dew, de Walter Benjamin, de la Volkswagen, de Vodaphone, que no llaman, de los Marlboros, cortos del flamenco que entra a deshoras por la ventana, ahora que se avecina el día mundial de la etnia gitana, ni sobre las reiteraciones del no, que son rechazos planos, ni sobre las travesías del desierto, que son lo que toca, ni sobre las moscas pasajeras y las avispas atrapadas entre dos láminas de cristal, ni de las gorditas de ojos muy azules, claro, a las que uno se encuentra en la cola del banco, con escotes vertiginosos, aquí se quiebra la rima y se afina la mirada; no voy a hablar en el fondo de nada, pues nada quiero decir y digo en cambio nada.

martes, 5 de abril de 2011

Céci n’es pas un poème


Bajo la influencia del alprazolam
0, 5,
a Lucas Martín, a Carlos Pranger

Hay algo que quiere dormirse
y hay algo que no se duerme.
Hay algo que no despierta,
y detrás el afán de que al fin duerma.
Hay un sueño que no tendrá dueño,
hay un señuelo sin pez,
y a ese algo se le pone cara de alga
y en tierra se reseca.
Hay un sueño que quiere algarse
y en el duermevela se alarga
y se sostiene como la piedra.
Hay un silencio en azul,
hay una luz oscura en magenta.
Hay algo que no soy yo ni a tiros,
hay tiros que no son yo.
Hay una vez que vuelve y es otra
vez, hay una noche sosegada
en la que no pasa nada.
Hay un amanecer a años luz
y hay versos borrados
o invisibles al dorso de una cruz.
Hay un silencio exquisito,
hay un claror que da miedo
cuando es tan de noche;
hay un miedo luminoso
cuando el mar está entero.
Hay una clara certeza:
un día no habrá más nada.

La vida empieza muy lejos
de donde crees estar.
Es un río sinuoso en el desierto,
un sinfín de carreteras tortuosas,
un hostil apartamento.
La vida es el cauce que no lleva agua,
menos aún si río Aguas se llama.
La vida lo trae todo.
Es esa sorpresa, te va a esperar.
Guárdale la paciencia,
te quiere recompensar.
Despójala de esas historias
que son simples damas de compañía.
No es un cuento, ni aun siendo largo.


Es natural el extrañamiento.
Lógica la perplejidad.
Aprestados para el presente
nos toma desprevenidos el futuro.
El ruido de esa moto que pasa de largo
es el tubo de escape de nuestra moto,
y nosotros sin saberlo.
La mirada de cariño de la vecina
es el afecto en los ojos
que ya no nos verán.
Despunta la primavera
y lleva uno el hielo del invierno en las venas.
Encierra la plenitud solar
más que residuos de la noche.
Habla uno en lenguas que desconoce
cuando se cuelan en la suya otras lenguas.
Es natural desplazarse,
el tiempo desapacible,
el calor que ahora repunta,
las pérdidas más amargas
en la memoria posadas.

Incommunicado

Graves e imprevistas complicaciones tecnológicas me desgajan de pronto del mundo sin posibilidad de retornar al ¿perimundo? por vías internéticas. Tan repentina como fue su aparición ha sido su desaparición, de la que además me enorgullezco, por haber sido yo solito quien ha resuelto semejante «Communication breakdown», que diría Led Zeppelin, y de hecho decía en mi más tierna juventud.
Entretanto, me ha dado tiempo a vivir una ancestral costumbre almeriense, «la Vieja». En pleno ecuador de la Cuaresma, el vigésimo día de la misma, almuerzo campestre ―saltándose la vigilia y abstinencia―, celebración, quema de lo antiguo e indeseado en forma atávica y bárbara: se lleva un muñeco de papeles de colores y esqueleto de madera y al término de la comilona ―en la belleza desolada de Sierra Cabrera, que a pesar de todo está más verde que nunca― se apedrea sin piedad al muñeco, acto que simboliza el destrozo de aquello que uno preferiría perder de vista. A fuer de ser justo debo decir que yo no acerté en ninguna de las cuatro o cinco pedradas que le tiré al muñeco, pero comí como nunca con muy buenos amigos, dos parejas y una niña. Los amigos en estos pagos empiezan a ser numerosos al tiempo que otras amistades antiguas se acaban por sí solas.
Mientras, me aburro de solemnidad con una de las peores novelas que me han tocado en la vida: presuntuosa, obvia, digresiva, rellena de filfa. Me consuela terminarla ya el fin de semana que viene. Lo curioso del caso es que cuando conocí al autor, el año pasado, comiendo en Madrid (él es africano, fue preso político en su país y es residente en Nueva York), me pareció una bellísima persona.
Y en vista de que la ausencia se ha prolongado más de lo que yo quisiera, y no porque quisiera yo, sino porque las máquinas tienen opiniones propias (lo cuenta de maravilla Salvador Peña en «El Trujamán» de hoy, http://cvc.cervantes.es/trujaman/) me resarciré y trataré de subsanar la faltada con mis fieles aportando dos entradas en vez de una. Sirva ésta, primaveral y motera, de preludio a la otra, que acaso sea la buena. De paso, he contratado un adesele y un fijo, para que no me pasen estas cosas. Cuando volvía a casa me acordé de que una vez publiqué un poema titulado «Hoy no llamará nadie».

jueves, 17 de marzo de 2011

El año de los cinco encuentros


Mañana, sorteo. Bueno, el sábado el de la lotería, pero mañana sorteo de la Champions. Contra mi costumbre, toda la vida apostando al 5, compré un número acabado en 2, a ver si la matrícula de la moto da suerte.
Sólo de pensar que en esta tanda, siendo el sorteo puro ―ya pueden enfrentarse dos equipos del mismo país―, nos toque cruzarnos con el Madrid, e incluso ―y es más probable― a la siguiente, se me ponen los pelos como el alambre de espino: el año de los cinco encuentros, dos de Liga, dos de Champions y la final de Copa. Empezamos con muy bien pie, merendándonoslos en el Camp Nou con la mítica manita, aunque fuera en casa. (Debe de ser uno de mis primeros recuerdos, en blanco y negro, el 0-5 con Cruyff y el Cholo Sotil. Y aquél fue en su casa, y vivía el Dictador. Y reconozco que el otro día volví a ver el resumen del 2-6, mentiría si dijera lo contrario.)
De ser así, y si hay cruce ―encuentro, que no desencuentro, en este año de desencuentros continuos― le prometo a mi amigo Carlos ―madridista de pro y rival cordial― que uno de los dos me voy a verlo con él, que la final de Copa la tengo comprometida en casa de Jose y Cati, aunque ayer me dijo Cati que como le vuelva a romper el brazo del sofá, como me pasó en la final del Mundial, en el momento del gol de Iniesta, justo antes de abrazar a una manchega y decirle «¡Viva la Mancha!», en voz baja, al cuello, le compro uno nuevo. O sea, que para ahorrarme un hipotético sofá la veré sentado en un cojín, en el suelo, y calladito. Calladito también estuve en la final. Aún ayer me acordé de lo primero que oí después de la final del Mundial: unos jóvenes en un coche, con el culo sacado por las ventanillas, gritando «¡Iaspaña!», y una anciana con muletas, en la puerta de su casa, musitando «… España cañí».
Da un poco más que miedo este Madrid, a qué negarlo. Pasan las jornadas y empiezan a entenderse bien tantas lumbreras, natural, cosa que nosotros ―cuando digo «nosotros» digo los blaugrana, por si hay alguna duda― llevamos tiempo haciendo, al tiempo que se nos apaga un poco la luz del gol. De cinco (aunque sea marcando cinco) es imposible ganarle cinco al Madrid. Pero con menos de cuatro no nos conformamos. Con la derrota en el Bernabeu ya contamos, hasta sería posible salir como el Mágala (mi amigo de Málaga la llama Mágala, aunque él es de Úbeda y no la llama Bóveda) y entregar la cuchara, cosa que no sucederá por pundonor culé. Pero incluso con esa derrota hipotética la Liga es nuestra. No se escapa. Dani, el mayor madridista que conozco, y que por fin respeta mi condición de azulgrana, ya está avisado. La Liga la perdieron en Pamplona.
El resto… no es precisamente silencio, que diría Eliot. El resto es ruido y es furia, que diría Faulkner. (No «sonido»: ruido.) Y criterio, y toque. Y recuperación urgente de Puyol, que sin Abidal vamos «aviaos», ahora que estaba como un cohete. Por mí, el choque, el encuentro, contra ellos cuanto antes. Ojalá el sorteo de mañana reparta suerte. Y el de pasado es lo de menos.

miércoles, 16 de marzo de 2011

A Day in a Life


Seguramente es buena hora de escribir poesía, hora tan mala como todas. Buen momento para comprar una moto mediana si es barata, y salir más de casa, aunque acabe siendo mala. Día perfecto para acabar con los extrañamientos imperfectos. Una moto que no alcanza los cien, una moto con cuerpo entre las piernas, nunca he tenido una de ésas, y eso que soñé con ellas. Amanecer ideal, gordas naranjas por el cielo de Levante y el desastre de Japón no tan lejos. Hora de divagar, desvíos en el camino, alcorces que tomar. Radiactividad queda en la comarca, ahí está Palomares, a menor escala que Fukushima, ahí al lado. Pero los tomates están bien ricos a pesar de las partículas envenenadas. Y ayer corté una rama de mimosa, que aquí llaman acacia, en flor, en los rededores de una gasolinera en Villaricos, no sin antes pedir permiso, que me dieron.
         Entre ladrones de coral y eslabones en Somalia, más la edad de los prodigios, además de una moto de segunda mano, matrícula curiosa, 4242, y JR, les compro un coche a mis hijos, sin saber todavía cuál. A ella le gusta pequeño y blanco, y él lo quiere grande, como el de su madre. Incluso del mismo color champán, como si necesitase virilmente rivalizar con ella. Y aún he de rematar Ebrio de enfermedad.
         Antes de las ocho de la mañana hay que bajar un poco la persiana, que casca Lorenzo que no veas, ya iba siendo hora, aunque sea mala. El Inter de Samuel, Eto’o, le dio un baño al Bayern eterno, y van dos. Los azulgrana lo echamos de menos aunque de sus triunfos nos alegremos. Con un gol de Samuel lloró Samuel la última vez. Hace años ya.
         Sobre la traducción ―this is a non-sequitur― ya sé que digo poco, pero es que poco hay que decir. Little is left to tell, diría Samuel… Beckett. El carpintero tampoco habla de carpintería, ni el albañil de ladrillos. Poco queda por decir. Mucho queda por hacer. ¿Hora de escribir poemas? I do not think so. Y en cambio me puede una pulsión interna que me lleva a componer un poema y una obligación que me impone comprar una moto mediana, un buen coche.
         Hoy, un poema y otras treinta páginas. Acaba de empezar el día con naranjas en el cielo.